Salvador Merino
Vaya tropa
calle larios
EL sábado pasado me sorprendieron las declaraciones de Ian Gibson, cuando, en la inauguración del Panteón de la Memoria Histórica en el Cementerio de San Rafael, consideró que Málaga era un ejemplo para toda España por semejante reparación (también puso a Francisco de la Torre como ejemplo de la derecha "moderada y dialogante", aunque también la derecha moderada y dialogante se las ingenia para subir la tarifa del agua de manera injusta y luego quedarse tan ancha ya que no hay "alarma social"; pero ése es otro cantar; y, desde luego, al alcalde le honra su presencia en la inauguración). Hasta que el recinto se convierta en el prometido parque, el caminante apenas podrá observar la pirámide de 8,30 metros de altura (¿había alguna pretensión masónica?) a través de la reja, pero sí, el monumento es desde luego estremecedor. En su interior descansan los restos de 2.880 fusilados, recuperados de la mayor fosa común de España. Desde 1937 hasta bien entrada la década de los 50, el número de ajusticiados en la parcela del cementerio ascendió a 4.410; o, al menos, éstas son las víctimas documentadas, cuyos nombres figuran inscritos en el mármol del panteón. No sé si Málaga puede servir de modelo en cuanto a la asunción de la memoria histórica, pero sí creo que este monumento viene, cuanto menos, a aportar algo de visibilidad donde reinan demasiadas sombras. Lo sucedido en San Rafael es un infierno escalofriante del que, en esencia, sabemos muy poco. Y el desconocimiento responde a que cualquier determinación por aclarar los hechos heriría, sin remedio, no pocas susceptibilidades: la eliminación clandestina de más de 4.000 personas en un único rincón de la ciudad precisa una maquinaria bien engrasada cuyos herederos preferirán hoy no tener que cargar con las culpas. Ésta es la consecuencia directa de una España cainita en la que todavía se discute sobre la Guerra Civil con criterios de inocencia y culpabilidad: todo, en el fondo, sigue bien tapado. La cita que preside el panteón, "Se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas", de inspiración cervantina y atribuida al anarquista Melchor Rodríguez, resulta más actual si la pasamos por el filtro de Albert Camus, que vino a decir lo mismo: ninguna idea es superior a la inviolabilidad de la persona. Málaga, al igual que España por extensión, podrá considerarse una ciudad madura cuando sea capaz de aplicar el mismo criterio no sólo al presente, también (o más) al pasado. Cuando deje de distinguir entre quien pudo merecer qué y quién no, y juzgue aquellos episodios con la misma determinación con la que hoy rechazaría una condena a muerte.
El listado de los nombres que puede leerse en el monumento cumple la función trascendente, casi religiosa, de este tipo de memoriales. Uno recorre uno a uno los apellidos, acaricia sus relieves, deletrea sus formas, busca la posible comparecencia de un pariente, alguien que resulte vagamente familiar, y se siente invado por tales presencias, como si un ejército de almas mudas se irguiese de repente y reclamara su sitio, su tiempo, su oportunidad. Y ésta es otra virtud que el monumento atesora: su pedagogía. No se trata únicamente del modo en que la historia de una ciudad se articula en el presente, la condiciona y hasta la alimenta; si aterrizamos en el individuo (de nuevo, como quería Camus: no existe potestad mayor, ni política, ni intelectual ni ética), tan sólo se puede admitir que los que ya no están siguen entre nosotros, silentes, inadvertidos, escurridizos, pero siempre cómplices, siempre próximos, firmes o no, presentes. Ellos permanecen a través de sus nombres, porque el nombre, tal y como advirtieron ya las primera civilizaciones del Mediterráneo, es una cualidad eterna. Cabe recordar los versos de Atahualpa Yupanqui: "Y así seguimos andando / curtidos de soledad / y en nosotros nuestros muertos / pa que nadie quede atrás".
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