Pablo Bujalance

Contra el olvido, un mal menor

calle larios

Lagunillas se sigue llenando de grafitis mientras la autogestión vecinal da sus frutos Pero, conforme pasa el tiempo, queda una sensación agridulce Tal vez, lo irremediable

24 de enero 2016 - 01:00

DOS tipos comparten tertulia y cafelito a la puerta de un bar. Los dos visten pantalón de chándal y hablan en voz muy alta. Uno, el más alto, le pregunta al otro: "¿Has vuelto a fumar?" "No, desde Nochevieja, nada", responde el otro. "¿Y cuánto tiempo vas a seguir?" "Hombre, todo lo que pueda". "Habrá que verlo". "¿No me crees? Pues mira, te hago una apuesta. Si vuelvo a fumar de aquí a enero, me tiño el pelo de amarillo. Y si no fumo, pues tú..." "Pero qué dices, ¡si estás calvo!" "Es verdad. Entonces, el pelo de amarillo te lo tiñes tú". El duelo continúa en términos hilarantes para regocijo de un público que jalea entregado. Muy cerquita, un grafiti que representa a una violinista en plena faena luce completo después de que sus autores lo terminasen la noche anterior. Un coche pasa a bastante mayor velocidad de la debida con el raï a todo volumen, y los gatos, blancos y negros, espeluznados y cazadores, triscan a su gusto en la plaza Miguel de los Reyes. Algo más al norte, en dirección al Jardín de los Monos, la puerta del estanco suele constituir otra parada gratificante para quienes gustan de pegar la oreja a diálogos ajenos y rebuscar por ahí algo que parecía perdido. Hoy es una pareja madura en bata y pantuflas la que tira de bolsas del supermercado mientras repasan la cuenta también en voz muy alta. Por la acera contraria pasa en bici un chico con rastas que evoca sin pretenderlo a cierto diputado de reciente fama. Sí, vuelvo a Lagunillas. Es más, paso por aquí a diario. Resulta significativo el modo en que esta vía, a espaldas del centro más vivo y turístico de la ciudad (alzado éste como una fantasía lejana y ajena cuando se encuentra a sólo un tiro de piedra; las lagunillas que un día habitaron la antigua necrópolis musulmana son hoy lo mismo de entonces: una frontera), ha terminado convirtiéndose en una suerte de reducto, manifestación última o excrecencia de cierta Málaga auténtica que la mitología sostiene, la misma que se extinguió para siempre en el Perchel y que todavía puede hallarse también, con un poco de suerte, en ciertos rincones de la Trinidad. Al mismo tiempo, los muros de las antiguas casas se han ido llenando en los últimos años de vistosos grafitis de manera espontánea, a la vez que diversas organizaciones han empezado a trabajar desde la más absoluta autogestión para introducir mejoras en el barrio, mano a mano con los vecinos. Y es curioso, porque esta idiosincrasia de Soho real y extraoficial casa bastante bien con aquella impronta original de gracia primigenia, de talento innato, seguramente porque éste también es espontáneo y se curte en las mismas aceras. Como si en una misma calle cohabitaran dos ciudades que no dejan de ser la misma; como si en el correr del tiempo cambiaran los disfraces pero perdurara cierta memoria.

Y sin embargo, el mismo correr del tiempo ha ido dejando un sabor agridulce en todo esto. Muchos, yo entre ellos, hemos alabado la decisión y el empeño de los vecinos en poner color donde la administración pública únicamente acertaba a ver ruina, de gestionar sus escasos recursos (la crisis es una cuestión coyuntural para la mayoría de las familias; no hay más que darse una vuelta por el comedor social, cuya actividad se ve permanentemente amenazada, para comprobarlo) con tal de abrir un futuro a un enclave lleno de Historia como resistencia ante el olvido. Y hemos visto en los grafitis una manifestación de esta resistencia: estamos aquí, y si no nos dais nuestro barrio lo ganaremos nosotros. Sin embargo, mandada a mejor vida la broma de las tecnocasas, sucedidos más derribos (el último, en la esquina con Alonso Benítez, se llevó por delante un emblemático mural del Mocito Feliz; ahora queda un su lugar un solar empleado como aparcamiento clandestino) y agravada la falta de servicios y de limpieza, lo cierto es que Lagunillas sigue siendo la misma ruina con grafitis encima. Tal vez la acción vecinal ha relajado un tanto la reclamación legítima de que son las entidades públicas las que deben garantizar el mayor bienestar posible a los vecinos, pero es hora de reclamar, otra vez, que Lagunillas sea un barrio bonito, limpio, habitable, visitable, a ser posible de casas blancas y con macetas de geranios en las puertas, con comercios y atractivos. El mal menor tampoco basta. Y de éste sabemos ya demasiado.

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