El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
El mundo de ayer
Cerca de la Alcarria, el tren fue frenando dulcemente antes de detenerse, como si no quisiera despertarnos con un movimiento seco. Cuando estas cosas pasan, hay que esperar a que otro tren, por otra vía, pase en sentido contrario, antes de retomar la marcha.
Paseé discretamente la mirada por el vagón. Una chica sentada detrás de mí, al otro lado del pasillo, dormitaba con la frente apoyada sobre Tan poca vida, el gordo volumen de Yanagihara. Delante de ella, dos amigas veían una serie en un móvil, compartiendo auriculares; una de ellas se reía a veces, con una risa floja que recordaba a un mecanismo de torsión bruscamente liberado. Éramos un puñado de vidas encerrados en una caja acristalada. Junto a mí, un chico callado y joven con gafitas sin montura y pelo largo y trigueño, probablemente francés, leía un libro académico sobre el sufrimiento de los animales. Me preguntó si me molestaba que comiera. Le dije que no. Plátano, almendras y galletas. Un hombre bajo y engominado, vestido con traje y zapatillas blancas y con unos airpods clavados en las orejas, miraba compulsivamente stories de fútbol. A su derecha, delante de mí, dos niños de rasgos orientales jugaban en español a las palmas y al móvil.
Un rayo de luz cremosa me golpeó la cara. Viajábamos en dirección sur, y el sol a mi derecha apareció bajo la copa de un árbol que alguien había dispuesto justo allí, para que alguien que estuviera donde yo estaba, en ese instante pasajero, lo contemplara. Otros árboles danzaban bajo un aire silencioso y tal vez fresco. Las paredes de una nave se recortaban sobre la suave pendiente de una colina negra. Pronto iba a ser de noche.
Poco antes de esto yo iba leyendo, olvidado del mundo y quizás de mí mismo, olvidados todos de todos. El vagón era una burbuja, éramos peces nadando en una corriente, rumbo a nuestro destino. Fuera la luz se iba durmiendo. Todo empezó a adoptar una consistencia inestable, una atmósfera de sueño. La forma de las cosas temblaba, el azul se deshacía en tonos violetas y anaranjados. Poco a poco mi cara se iba definiendo en la ventanilla.
Así funcionan tal vez los sueños. Nos desplazamos por realidades que no advertimos y el sueño nos detiene y nos habla con un lenguaje que jamás habríamos entendido y que en cambio entendemos. Pronto olvidaremos todo lo que aprendimos en este encuentro. No nos recordaremos. Quedarán en nosotros restos enterrados que el viento y el agua, el tiempo y el deseo, tal vez descubran mañana.
Un tren pasó, aquel mundo se disolvió, y cada cual siguió soñando su vida.
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