Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Por libre
Cuando comencé con mi columna titulada El Jardín de los Monos, hoy dedicada a temas culturales y literatura de viajes que se publica en Málaga Hoy los domingos, era la tribuna desde la que yo publicaba mis opiniones sobre los hechos consuetudinarios que ocurrían en Málaga, lo que hacía con el mayor placer, ya que siempre confesé que soy malagueño por nación, afición y habitación. Por algo adopté como propia esta letrilla que oí al compás de un rasgueo de guitarra: “Si Málaga me llamara / yo me echaría a la mar / y entre sus redes de espuma / perdería mi libertad”.
El jardín de los monos es el nombre que los malagueños siempre utilizaron para denominar a la Plaza de la Victoria. Entre los recuerdos de mi niñez permanece la jaula que le dio nombre al jardín de dicha plaza. Entonces ya solo quedaba un solo mono al que la gente llamaba Perico, que solía entretenerse habitualmente con el obsesivo pecado de Onán, y tenía una extraordinaria mala leche.
Pobre Perico. Si cierto es que andaba siempre cabreado con todo el mundo y no había quién tuviese redaños de acercarse a la reja de la jaula, no era menos cierto que tenía sus razones. Era usual que los jovenzuelos que andaban jugueteando por el jardín, a más de divertirse contemplando las públicas transgresiones morales de Perico, de facto incensurables, le tirasen caramelos que, las más de las veces, eran chinarros envueltos en el papel típico de dichas golosinas. Cada vez que Perico desenvolvía el regalo y se encontraba con una piedra se enfurecía arrojándola rezongando contra el público asistente y, aunque confieso que no le entendía nada de lo que decía, siempre pensé que juraba en arameo. El pobre mono estaba hasta los mismísimos de que le engañasen una y otra vez, pero siempre picaba porque la mentira estaba perfectamente envuelta para parecer verdad. Ahora, ya cocido y escarmentado por los años que me adornan, a veces creo ser yo el que está en la jaula mientras los políticos me lanzan mentiras envueltas en demagógicas mentiras.
Perico somos todos. Todos los españoles que contemplamos cómo el libreto de la gran tragicomedia nacional no son más que grandes trolas envueltas en pacatas monsergas, recitadas por actores con cara de inocentes bienintencionados. Grandes tragedias han pasado ante nuestros ojos como si las hubiésemos visto en cinemascope y technicolor, en una superproducción de la Metro-Goldwyn-Mayer y, al finalizar la proyección, nada hubiese pasado. Los muertos se quedaron en la película y nadie dio cuenta ni admitió responsabilidad alguna por lo ocurrido. Cientos de miles de muertos en la pandemia y nos los hemos tragados envueltos en el papel de que “gracias al Gobierno no fueron más”. Ahora cientos de muertos en Valencia por la DANA y la responsabilidad de lo que pudo haberse hecho por salvarlos y no se hizo, es “del otro”. Mazón llegó tarde, los bomberos llegaron tarde, el Ejército llegó tarde, la ministra responsable de las cuencas hidrográficas todavía no ha llegado… Pero la culpa es “del otro”. Y así, unas tras otras, seguirán los miserables gobernantes lanzándonos trágalas envueltas en un celofán de veracidad y nosotros, como Perico, cabreándonos, pero sin salir de la jaula.
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