¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
¿Dónde está la ultraderecha?
¡Oh, Fabio!
Federico Trillo es un político culto y, como prueba, ahí está su tesis El poder político en los dramas de Shakespeare, con la que se doctoró en Derecho. Sin embargo, y pese a lo que dicen algunos cursis y optimistas, la cultura nunca fue garantía de la virtud. Por lo menos, no de dos virtudes que consideramos importantes en alguien que se dedica a la gestión de la res publica: la compasión y la lealtad hacia los administrados. Evidentemente, nada de esto hubo en la gestión que Trillo y el Ministerio de Defensa hicieron del accidente del Yak-42, en el que fallecieron 62 militares que regresaban de una misión internacional. Volver a casa con vida del avispero afgano y perderla en un siniestro aéreo en Turquía por las chapuzas de políticos y burócratas forma parte, imaginamos, de ese extenso memorial de absurdos y crueldades llamado existencia.
Trillo desaprovechó y sigue desaprovechando sus posibilidades de redención. En sus acciones pasadas y presentes no se observa ni la contrición (dolor y pesar por haber pecado) ni el propósito de enmienda necesarios para alcanzar la absolución. En todo momento, ha preferido enseñarnos su corazón de pedernal, negar la evidencia, ningunear a las dolientes familias de los fallecidos y seguir con su brillante carrera política. Seguro que en más de una ocasión ha tenido que recordar aquellas palabras de Shakespeare: "Los peces viven en el mar como los hombres en la tierra: los grandes se comen a los pequeños". Está claro que se considera un pez grande que no puede detenerse ante el vulgar dolor de las familias de un puñado de muertos. Su dimisión de ayer como embajador en el Reino Unido dos minutos antes de que lo destituyan ha llegado tarde, muy tarde.
Trillo, que llenó el Ministerio de Defensa de niñatos que no sabían tratar a los generales, nunca cayó bien en el estamento militar, algo raro en un ministro que había vestido el uniforme como jurídico de la Armada. En las comidas de compañeros de armas no se ahorraban chanzas sobre aquel hombre engominado, más apto para las alfombras persas que para los campamentos. Pero nadie esperaba ese ninguneo frío y soberbio hacia quienes son sagrados en el colectivo castrense: los padres, viudas y huérfanos de los fallecidos en acto de servicio. El pecado de Trillo, en definitiva, fue el de vender el alma por la vanidad del poder. Pero, como hombre culto y religioso que es, debería saber que el destino de toda gloria terrenal no es otro que el del pudridero.
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