El balcón
Ignacio Martínez
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Confabulario
Según hemos sabido recientemente, en 1960, tres científicos de Harvard calcularon la fecha del fin del mundo (“la fin del mundo”, que dicen los gallegos, según Cunqueiro), con el resultado estupefaciente que aquí le adelantamos. El Apocalipsis tendrá lugar el viernes 13 de noviembre de 2026. De modo que váyanse olvidando de hacer planes para ese fin de semana. ¿Será un apocalipsis matutino, vespertino, a la hora del aperitivo? ¿O será, digamos, un proceso escalonado y agónico cuyo último suspiro –“Así es como acaba el mundo / No con un estallido, sino con un quejido”, cantaba Elliot– vendrá a sobrevolar un horizonte yerto? Parece que los científicos hicieron sus cálculos según los recursos y la población de aquella hora; lo cual, visto desde la cima de 2024, nos trae un paradójico eco malthusiano, llegado desde la hora más pop del siglo XX.
Uno recuerda que, a finales de los 80, las revistas de divulgación científica especulaban, para cuando llegara el cambio de siglo y de milenio, con el fin de los combustibles fósiles y la devastación forestal del planeta, tras el descubrimiento de los chinos del placer capitalista del papel higiénico. Luego la cosa no ha resultado como pensábamos; pero lo cierto es que el milenarismo laico del año 2000 no fue muy diferente a La revolución del año mil que el historiador Guy Bois supuso para nuestros piadosos antepasados europeos. Los términos retrofuturismo y retrofuturo pertenecen, precisamente, a aquel momento (80/90), y sirvieron para explicar cómo habíamos imaginado el futuro en el pasado. Con particular atención, como es lógico, a la science-fiction, cuya hora dorada, según recuerda Javier Memba en un estupendo libro, se dio por las mismas fechas en que los científicos de Harvard especulaban, al modo de Robert Malthus (que era de Cambridge), con nuestra extinción futura.
Ahora, incluso los partes meteorológicos se han convertido en un trepidante heraldo del Apocalipsis. Hasta el punto de que cualquier chubasco se anuncia como un azote bíblico. La pregunta que uno se hace, claro, es si este temor del fin es un signo de los tiempos; y si no viene ayudado por una utilísima y paralizante difusión del miedo. Pensar en la proximidad del fin es un modo muy sencillo de trasponer el ámbito de discusión desde la política a la metafísica. Por ejemplo, el Gobierno advierte del peligro colosal y abstracto que se cierne sobre la democracia, y luego arbitra alguna modalidad, groseramente terrenal y pedestre, de censura.
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