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El año del pregón de José Luis Garrido Bustamante, fallecido este domingo pasado, estrené revelador de fotografías comprado a medias con mi amigo Paco. Nuestra ilusión por la novedad corría en paralelo a nuestra impericia en la materia, pero aquel año nos hartamos de hacerle fotos a los pasos para revelar los negativos en aquellas bandejas con líquidos (el revelador, el fijador, el paro…) que de pronto nos descubrían las siluetas de las magníficas imágenes en el papel como un misterio, hasta quedar definitivamente fijadas antes de colgarlas en un cordel sobre la bañera. Mientras pasábamos las horas ajustando la intensidad de la luz al tiempo de uso de la lente, sonaba siempre en la cinta la voz fuerte, rotunda y armónica de José Luis Garrido declamando su pregón (qué bien se llevan los pasos, andando sobre los pies…) hasta aprendérnoslo de memoria.
Si hay pregones que se pueden considerar generacionales, en el sentido de que marcan el contexto y la época de una determinada generación de capillitas, el nuestro fue el de Garrido, quizá con el de José María Rubio del año siguiente, aunque este tiene el inconveniente de ser recitado en exceso por nuestros amigos trianeros apenas se hayan tomado dos copas. “¿Dicen que no tiene nombre el corazón? ¡Es mentira! Porque se llama Triana, el corazón de Sevilla”. Como todo lo que toca a la cultura popular, también la que tiene que ver con la religión, hay otro nivel cuando las manifestaciones de esa cultura son tomadas por el pueblo como algo propio. Contó además José Luis Garrido con la ventaja de su sólido oficio de periodista forjado primero en la radio que le dio una soltura poco habitual en la manera de exponerlo, y tuvo una habilidad especial para glosar airosamente en un texto no demasiado largo sus devociones familiares (Calvario, Buen fin…) con las principales de la ciudad.
Con el tiempo, tuve la suerte de tratarlo como vecino del barrio y hasta de balcón en el tendido once de la plaza de los toros, y de leerlo en algunos de los libros que vino publicando en su última etapa, ya retirado, que guardaban esa forma seria y a la vez amable tan suya de tratar los temas de la ciudad, y por los que creo ha sido poco valorado. La Ciudad, no obstante, llegó a tiempo de reconocerlo con la medalla, y nosotros siempre lo recordaremos con simpatía como aquella voz de nuestra juventud que nos enseñó cómo un pregón puede caber en el Padre Nuestro.
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