Confabulario
Manuel Gregorio González
Zapater y Goya
Paisaje urbano
Si al rey Carlos III y sus ilustres ilustrados que ilustran con sus nombres los edificios de mi universidad le hubieran dicho que tres siglos después lo más granado de la Santa Sede con el nuncio al frente se iba a dar cita en Sevilla para glosar y elogiar la pujante realidad de la Religiosidad Popular, no se lo hubieran creído. ¿Pero no eran estos los que nos llamaban alarmados, dirían, para que desde el mismo centro del poder real nos encargáramos de controlar sus excesos y desviaciones?
Si tras el Concilio Vaticano II, con su renovada visión profética de la Iglesia y la misión firme de adaptarse a los tiempos cambiantes de los sesenta, cuando los nuevos movimientos sociales abocaban a un nuevo paradigma de sociedad moderna y secularizada, alguien hubiera pensado que una expresión de la fe fundada en la Baja Edad Media e impulsada por Trento iba a ser cincuenta años después el mascarón de proa de la religiosidad del pueblo, hasta el punto de constituir para el mismo Papa de Roma el “sistema inmunológico de la Iglesia”, lo hubieran tomado como la reencarnación del beato Fray Diego de Cádiz.
Viene todo esto a cuento del II Congreso Internacional de Hermandades y Piedad Popular (todo lo eclesial que se quiera, pero congreso con todas sus letras) celebrado la semana pasada, del que yo he extraído tres notas que no me resisto a traer aquí hoy: la necesidad de potenciar el “nosotros” y de excluir el reduccionismo inevitable del “ellos”, expuesta con maestría por el cardenal Tolentino, siguiendo a Zygmunt Bauman; la importancia del cuerpo doctrinal de los obispos latinoamericanos en todo lo relacionado con la Religiosidad Popular, y que aquí no hemos apreciado bastante; y cómo el Evangelio rompe los esquemas de la filosofía, como nos descubrió en su asombrosa conferencia el director del Instituto Phlilantropos, Fabrice Hadjadj.
Por todo ello, a nadie debe extrañar que la celebración de la imponente procesión sin precedentes que remató el Congreso se haya realizado sin apenas oposición y en un ambiente de serena armonía que ya quisiéramos para otras actividades más prosaicas. Se podrá discutir su oportunidad y coste, pero no que la Piedad Popular (“evangelio inculturado”, por decirlo en palabras del ponente argentino Carlos M. Galli) y el poder de las imágenes sagradas sean hoy, incluso más que hace doscientos años, una manifestación religiosa y cultural sencillamente imbatible.
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