El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Cuando enviamos un mensaje por WhatsApp o un precipitado email se puede caer muy fácilmente en el ambiguo sentido, la errónea interpretación del contenido o lo opuesto de lo que se pretendía. Ya he advertido de ello en mis charlas o artículos sobre lectura comprensiva. Yo mismo he tenido ese desliz y no he calibrado el estado psíquico del receptor. Por ello, es fundamental el uso de los emoticonos. Si se escribe “¡Qué torpe!”, procure acompañarlo con una carita sonriente o esa rojita enojada para especificar la intención. ¡La de malos rollos que ha generado el dichoso WhatsApp! Es muy manido el ejemplo ese de ´hijoputa´, según la situación y la entonación puede significar un halago, especialmente en Andalucía.
Tiempo atrás envié un correo a un viejo amigo con la intención de tratar ciertos asuntos personales sin resolver, que se iban enquistando hasta convertirse en un molesto problema. A pesar de las reiteradas consideraciones sobre el loable objetivo de la misiva, a saber, conversación, reconciliación o aclaración de determinados malentendidos, el viejo amigo lo tomó como un ataque personal, obviando la molestia que me tomé por llegar a un acuerdo y el paso que hube dado, soslayando al mismo tiempo la mezquina soberbia que nos distanciaba. Todos mis plausibles propósitos cayeron en saco roto. Es más, desencadenaron una sucesión de malentendidos que empeoraron aún más la situación. También ocurre que el lector resalta mentalmente una oración negativa que enturbia el resto de la misiva, incluso el mensaje central, confundiendo las oraciones subordinadas con las principales, esto es, ideas secundarias con centrales: emisor y receptor no han conectado.
Puede llegar a ser frustrante que un escritor no logre transmitir un determinado mensaje. Una buena lectura comprensiva nos permite leer entre líneas e interpretar correctamente el contenido. Pero volvamos a lo anterior: el estado de ánimo del lector es fundamental para dar en la diana. Ante esta lamentable situación habría que optar por la comunicación oral, que se ha guardado en el baúl de los recuerdos; frente a frente, ante una humeante taza de café, sin prisas y sin enconos, mirándose a los ojos, sin más emoticonos que la expresión clara del rostro, sin más sonrisas que la límpida de nuestra cara serena y tranquila. Escuchando lo que se dice y lo que se omite. Los anhelos y las aprensiones. Atendiendo a la voz y a los gestos, y a los silencios. Esta sería la comunicación auténtica, pero ya se nos ha olvidado.
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