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Carlos Colón
Nacimientos y ayatolás laicistas
Hay años, la ideología woke ha reinado en los medios de comunicación, en las universidades, en los parlamentos y hasta en los patios de colegio. Como en el cuento del emperador vanidoso, se nos vendió que lo progresista, lo justo y lo moralmente superior era repetir una serie de fórmulas preestablecidas, torcidas por el miedo a discrepar. Y como en el cuento, si no veías el esplendor de aquel traje –si no aceptabas esas consignas sin rechistar–, el problema eras tú. Eras retrógrado. Eres facha. Eres de “los otros”.
Pero el niño ya ha hablado. El rey está desnudo.
La escena se repite en muchas casas: niños que vuelven del colegio entre risas, imitando con sarcasmo las lecciones sobre identidad de género, racismo estructural o micromachismos. No lo hacen por malicia, sino porque hasta ellos, con su lógica básica y sentido común intacto, detectan el absurdo. No entienden por qué deben referirse a un compañero como “elle”, ni por qué un hombre biológico puede ser considerada mujer sin más argumento que su autopercepción. No porque odien, sino porque la realidad, esa cosa tozuda, sigue colándose entre los huecos del discurso.
El otro día, explicándole a mi hijo lo que era la “autoidentificación de género”, acabé llevándolo a una analogía incómoda pero reveladora: si una persona blanca no puede declararse negra, ¿por qué sí puede un hombre declararse mujer y exigir que el resto lo valide? ¿No es eso también identidad? ¿No es eso también percepción subjetiva? Si jugamos con las reglas del “yo soy lo que digo que soy”, ¿por qué detenernos en el género? ¿Por qué no en la edad, la especie, el coeficiente intelectual, la clase social?
Este tipo de preguntas eran impensables hasta hace poco. Hacerlas te convertía en objetivo de escarnio social. Pero como siempre ocurre con los castillos de humo, basta una pequeña risa para que se derrumbe. Y esa risa, paradójicamente, viene ahora de quienes estaban destinados a ser adoctrinados: los jóvenes. Los que se suponía que crecerían bajo el yugo de la corrección política, están desmontando la farsa a carcajadas.
Porque no se trata de negar derechos ni de fomentar la intolerancia. Se trata de no imponer un dogma. De no convertir una creencia –la idea de que el género, la raza o la verdad son construcciones fluidas y subjetivas– en religión obligatoria para todos. ¿Quieres pensar que eres una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre? Adelante. Pero no me obligues a pensar lo mismo. No me castigues si disiento. No me insultes si no aplaudo tu revelación.
Lo que se está derrumbando no es la libertad, sino su caricatura. Lo que se desmorona no son los derechos, sino su instrumentalización ideológica. Y eso, lejos de ser motivo de alarma, es una excelente noticia. Porque por fin podemos volver a hablar desde la sensatez. Por fin podemos decir en voz alta lo que todos sabían pero nadie se atrevía a señalar: que el rey woke está desnudo. Y que ya no vamos a fingir lo contrario.
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