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Es clásica la diferencia entre estrategia y táctica. La primera define los objetivos a alcanzar a largo plazo e idea cómo conseguirlos. La segunda impulsa acciones mucho más concretas e incluye pasos mucho más pequeños y en un marco de tiempo más corto que van obrando el fin estratégico que se persigue. Podríamos decir que mientras la estrategia es la guía que nos lleva a donde queremos ir, las tácticas son las etapas concretas que nos permiten recorrer ese camino. No exigen las mismas cualidades. Indicaba el gran ajedrecista Max Euwe que la estrategia requiere inteligencia y la táctica observación.
Viene lo anterior al hilo de que, en los años que lleva gobernando, diríase que Pedro Sánchez lo hace sin ajustarse a estrategia alguna. Sus constantes cambios de opinión, la incoherencia, al menos aparente, de lo que negó y ahora afirma, de los adversarios inasumibles que va convirtiendo, rápida y quizás transitoriamente, en aliados, impiden descubrir cuál es su noción de España, qué futuro quiere para nuestro país. Se asevera con frecuencia que su única estrategia es conservar el poder. Pero eso no es aceptable en un partido democrático como hasta hoy lo ha sido el PSOE. Es acaso lo más probable, aunque debe descartarse en un análisis teórico. La polarización de la sociedad o el amurallamiento frente a lo que él llama la ultraderecha (en realidad todos los que disientan de sus decisiones) son hechos indiscutibles de su presidencia, pero hechos tácticos. La cuestión nuclear sigue sin ser respondida: todo esto para qué.
Casi sin debate interno, sin discusión en los órganos colectivos del partido, que apenas se reúnen, el PSOE se encarna actualmente en la voluntad de Sánchez y su guardia pretoriana. De ese mínimo círculo nacen los tumbos de la presente política española. Más allá de jugadas cortoplacistas, no soy capaz de discernir el plan maestro, el horizonte lógico de Sánchez. Señalaba Nixon que el hombre de pensamiento que no va a actuar es ineficaz y que el hombre de acción que no piensa (bien lo sabía él) es peligroso. Es posible, por último, que nuestro líder sea un raro espécimen, perfecto en la paradoja que descubriera Patton: las buenas tácticas pueden salvar incluso la peor estrategia; las malas –atento Feijóo– destruirán hasta la mejor. Quien sabe, a lo peor puede conservarse eternamente el poder democrático a golpe de improvisación. Sería, sin duda y sin remedio, un temible hallazgo.
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