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Es de esperar que la inteligencia artificial, como temen ahora los que la controlan (los sedicentes ‘buenos’) no caiga en manos de los ‘malos’. Es una lástima que la IA no alcanzara a ejercer su efecto benéfico sobre Max Weber (1864-1920), el padre de la sociología, y tampoco esté lista para parar a los que insultan a Vinícius. Pero todo se andará. De seguir en manos de los buenos, la IA se meterá, sin duda, en nuestras cabezas (cual preste en confesionario), aislando con concertinas inteligentes la zona del cerebro donde radican las ideas y sentimientos racistas para que no salten e invadan toda nuestra masa encefálica, empapándola de odio. Weber era un ser extremadamente delicado, un alma bella. En 1910, según su biógrafa Marianne Weber, Max está preparado para apropiarse los frutos de la experiencia poética del mundo y alimentar su alma con ella. En 1912, los Weber asisten en Bayreuth a la representación del Tristán de Wagner y, en lugar de aburrirse, fueron conducidos al éxtasis, y sintieron como una transformación suprema de lo terrenal. En otoño de 1913, un viaje por Italia les permitió entregarse por completo a la profunda devoción de los cuadros con fondo de oro. Porque el sociólogo gustaba de viajar. También vino a España en 1897, y el camino hacia Bilbao a través del paisaje montañoso le resultó de una belleza única, aunque encontró que el servicio de correos español estaba formado por una “panda de vagos”. En su visita en 1904 a las plantaciones de Alabama, se refirió a los trabajadores negros –ya se había abolido la esclavitud–, que vivían en las cabañas de Cotton Belt, como “seres pertenecientes a una raza que en su estado puro no parecía encontrarse nada más que a las puertas del reino humano”. Los tildó de “medio simios”. Este alma bella, pese a ser un individuo muy viajado y muy leído –según Marianne a los 15 años había devorado los 40 volúmenes de las obras de Goethe– reaccionó de forma parecida a como algunos energúmenos reaccionan con Vinícius. A estos seres racistas y xenófobos se les supone incultos y embrutecidos por el fútbol. Nada de eso se pudo decir de Weber. Y es que el odio, o el miedo al otro, y más si es de otro color, no tiene nada que ver con el grado de cultura de los que albergan estos sentimientos. Debe obedecer a otras motivaciones que desconozco.
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