Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
El zoco
Me siento como Baudelaire con París. Suele pasar cuando llega el final de agosto. Quizá sean reminiscencias de mi época de estudiante, en la que al llegar el mes de septiembre me enfrentaba a la inquietud y los miedos de una vuelta al instituto, al conocimiento de nuevos profesores, de otros compañeros, de nuevos libros y a ese miedo visceral a los posibles y probables suspensos que estaban por llegar. Una mezcla de pereza y temor que irremediablemente me alcanzaba con la llegada del otoño. Se acababan los sueños, los amores efímeros del verano que duraban lo que la flor de la dama de noche. Noches de primer amor en las que todos los olores eran el olor del pelo de tu enamorada y todo lo que escuchabas era música de sus cabellos.
La realidad acecha con el otoño. Por eso todos los años vaticinan, políticos, periodistas, agoreros y otros especímenes especialistas en amargarte la vida, un otoño caliente. Un verano tranquilo -dicen-. Pero no fiaros. A la vuelta de la esquina está el 11 de septiembre que será ella. La fiesta independentista catalana. La fiesta que era de todos los catalanes y que se la han apropiado unos pocos para calentar su guerra particular contra el resto de España. Y se agudizan otros problemas internacionales, como el de Afganistán, ese gran fracaso de Occidente y de Oriente que ha costado decenas de años, cientos de miles de vidas y miles de millones de dólares para llegar al mismo sitio que cuando comenzó su conflicto. Se ha logrado que los talibanes hayan sustituido a los talibanes en el gobierno de dicho país.
¿Como no estar bajo el desasosiego y la melancolía? Spleen en ingles es bazo y proviene del griego. En la medicina griega el bazo se asimilaba a la melancolía. Suponían que dicha glándula segregaba una bilis negra que inundaba todo el cuerpo y producía ese estado de ánimo. Ya se sabe, nada más melancólico que una sepia o un pulpo. De ahí debe venir también la expresión: "estoy negro", cuando las cosas no le van bien a uno.
Yo, aparte del spleen que me produce el final del verano, estoy negro con el ministro de Universidades, Castells. De brillante curriculum académico, no se le conoce actividad ministerial alguna. Hace años le leí algún que otro libro sobre urbanismo.
Partidario, dentro de la tradición marxista de la metáfora funcionalista de la ciudad como espacio de consumo y de la reproducción de la fuerza de trabajo, me decepcionó, hasta el punto de que su obra "Modo de producción capitalista del suelo", o algo así, la destiné de inmediato a la hoguera de los libros panfletarios indignos de ocupar un espacio en mi biblioteca.
Pues bien, tras una larga incomparecencia en la que se ha distinguido por estar omiso, ahora se ha dejado caer con una brillantísima propuesta que solucionará, de una vez por todas, la problemática universitaria española: Que no sea el Rey quien firme los títulos. ¡Qué más da eso de la excelencia universitaria! ¡Para qué perder el tiempo en eso cuando lo importante es que el Rey, aunque sea el Jefe del Estado, no firme los títulos universitarios! ¡Iluminao!
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