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Salvo por lo que cuentan los amigos que ejercen como profesores, hace mucho tiempo que no tenemos contacto directo con la universidad y cuando vamos, invitados o para acompañar a otros amigos, notamos la distancia que nos separa de aquellos primeros noventa en los que dejamos las aulas de la edad analógica. Aunque nuestra declinante filología no tenía ese problema, era la de entonces una universidad masificada por el doble efecto del auge de la natalidad en las décadas anteriores y la extensión del acceso a la educación superior, uno de los grandes logros de la democracia que multiplicó el número de plazas para acoger a centenares de miles de nuevos alumnos, en muchos casos los primeros universitarios de familias que nunca habían pasado de la escuela elemental. Ya entonces había quien se refería con desdén a ese notabilísimo incremento, pero los beneficios fueron indudables. Otra cosa es que las leyes educativas, en todos los niveles de enseñanza, hayan estado a la altura. A menudo hemos recordado en estos años las palabras de maestros como nuestra Esperanza Albarrán, ferviente defensora de la instrucción pública que no podía soportar la demagogia de los legisladores que destruyeron el antiguo bachillerato –el conocimiento, nos decía, es la mayor herramienta igualadora– ni aprobaba la deriva utilitaria que ha ido arrinconando los saberes no productivos. Pensamos en su perspectiva, siempre exigente, a la hora de valorar la actual proliferación de universidades privadas. Una sociedad libre no debe impedir la creación de centros educativos, que está amparada por la Constitución y puede favorecer un clima de saludable competencia, pero en este terreno tampoco cabe aplicar sin más las leyes de la oferta y la demanda. Leemos sobre los nuevos requisitos que planea la Administración y parecen razonables, pero el discurso sigue abonado a un economicismo que no elimina la posibilidad, constatada en otros lugares, de que inversores ajenos al ámbito de la educación promuevan expendedurías de títulos para quienes puedan pagar el alto coste de las matrículas, mientras aumenta la presión sobre los departamentos menos rentables de las universidades públicas. El mundo ha cambiado mucho y quizá sea esta una visión propia de un estudiante de letras de los noventa, pero tenemos claro que la continuidad de una cultura no puede fiarse a un modelo de capacitación profesional que sólo tenga en cuenta las necesidades de la empresa. Es llamativo que algunos de los que hablan del desconocimiento de la tradición o la decadencia de las humanidades no sepan ver que una educación superior que se oriente sólo al mercado no hará más que agravar la quiebra.
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