Editorial
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Los tiempos de la energía inagotable y, aunque sujeta a fluctuaciones, barata parece que se han terminado en Europa. Por lo menos, en el corto y el medio plazo. Es una realidad sustentada en razones económicas: hemos entrado en una fase inflacionista con precios disparados en las fuentes de suministro y en los alimentos; también por causas geoestratégicas derivadas de la tensión con Rusia y de la dependencia de buena parte de Europa de su gas y su petróleo; y por motivos climáticos, en los que la evidencia del calentamiento global y su relación con la quema de combustibles fósiles es ya incuestionable. Esta batería de causas, a las que se podría sumar el cúmulo de incertidumbres que rodean la economía mundial, dibujan un horizonte complicado para el futuro más próximo, en el que incluso el Gobierno alemán ha hablado ya abiertamente de la posibilidad del racionamiento. En España, la situación tiene menos dramatismo dado que posiblemente seamos de los países de la Unión Europea con menos dependencia de fuentes energéticas rusas y con más alternativas en el suministro. Pero es un hecho que padecemos una de las tasas de inflación más altas de nuestra zona económica y que la gasolina y el recibo de la luz se han convertido, junto con la cesta de la compra, en la pesadilla de muchas familias de clase media y baja. También en nuestro país conviene implementar acciones de ahorro energético y concienciar a la población de que moderar el consumo va a ser la fórmula que tengamos más a mano de amortiguar la subida de los precios. Empieza ahora un verano en el que, con la perspectiva que tenemos encima de la mesa, sería una buena idea que oficinas, tanto públicas como privadas, y comercios moderasen el consumo subiendo algunos grados el termostato del aire acondicionado y se fomentase el uso de los transportes públicos para los desplazamientos vacacionales. Ahorrar energía este verano, para preparar el otoño, no debe ser una opción, sino una obligación.
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