Editorial
Tragedia y devastación
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Los estadios de fútbol han sido siempre escenarios propicios para que indeseables de todo tipo, amparados en la masa, den rienda suelta a sus más bajos instintos. Muchas veces estos fenómenos han sido alentados de forma indirecta por algunos clubes que han propiciado que se organizaran hinchadas radicales. Ni el aumento de los niveles medios de educación ni la puesta en marcha de medidas para que los clubes identifiquen y expulsen de sus graderíos a los autores de los improperios han sido suficientes para acabar con un fenómeno que degrada al propio deporte y que proyecta de él una imagen tercermundista. Durante esta semana se ha discutido sobre fútbol y racismo después de que en la jornada de Liga del sábado se produjeran tres incidentes graves, dos de los cuales, ocurridos en el campo del Getafe, tuvieron como protagonistas al jugador del Sevilla Marcos Acuña y al entrenador Quique Sánchez Flores. El mismo día, el portero senegalés del Rayo Majadahonda respondió con los puños a los insultos que le dirigían desde la grada. La concentración de incidentes revela que en el mundo que rodea a los partidos de fútbol se produce un fenómeno de racismo al que es ajeno el conjunto de la sociedad española. Ni las medidas que han adoptado los propios clubes, ni la actitud sobre el terreno de los árbitros, ni la ley promulgada en 2007 para combatir la violencia y la intolerancia en el deporte han servido para encauzar una situación que parece que, sobre todo en algunos estadios, se ha ido de las manos. El racismo es una de las manifestaciones más innobles y rastreras que puede adoptar una persona. Por la propia dignidad de los clubes de fútbol y de los centenares de miles de personas que cada jornada llenan los estadios es necesario que se deshaga la identidad entre racismo y fútbol que cada día está más instalada en la sociedad. Son necesarias medidas duras –la suspensión de partidos y el cierre de estadios incluidos– que pongan coto a este desmán.
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