Agustín Ruiz Robledo

Adiós a la lealtad constitucional

La tribuna

Adiós a la lealtad constitucional
Adiós a la lealtad constitucional / Rosell

23 de septiembre 2023 - 00:30

Andamos tan atareados los juristas discutiendo si la Constitución permite o no una ley de amnistía, que no nos hemos percatado de la nueva teoría sobre la vinculación de los poderes públicos a la Constitución que ha expuesto el presidente del Gobierno, varios de sus ministros y el portavoz socialista en el Congreso, precisamente, al dar su opinión sobre esa posible amnistía a los acusados y condenados por el procés.

Recordemos, primero, la teoría clásica: cuando el artículo 9 de la Constitución establece que “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución”, se está atribuyendo a sí misma carácter vinculante. De ahí que, según la doctrina del Tribunal Constitucional, mientras los ciudadanos tienen un deber general negativo de abstenerse de realizar conductas contrarias a la Constitución, los poderes públicos tienen además un deber general positivo de realizar sus funciones de acuerdo con la Lex legum. Podemos llamar a este deber “lealtad constitucional”, la misma que pidió la presidenta del Congreso, Marixet Batet, en la legislatura pasada.

Sin embargo, las recientes declaraciones de los políticos socialistas sobre la amnistía no solo sorprenden porque sea un tema que no llevaban en su programa del 23-J y que antaño consideraban inconstitucional, sino porque ahora no se pronuncian sobre su adecuación a la Carta Magna. Simplemente, afirman que al Gobierno y a las Cortes le corresponde hacer política y que determinar la constitucionalidad de la amnistía no es su función sino del Tribunal Constitucional.

Una teoría así, que exime a los políticos de actuar conforme a Derecho, tiene repercusiones profundas en muchos ámbitos. Empezando por la responsabilidad de los propios políticos: si no tienen que velar por la constitucionalidad de sus actos, no se les puede pedir responsabilidad por ellos. Ya se fueron los tiempos en que se dimitía porque el Constitucional anuló algunos artículos de la Ley de Seguridad Ciudadana (José Luis Corcuera, 1993) o porque se descubrieron escuchas ilegales del CESID (Narcis Serra, 1995). Ahora, ningún político tiene que dimitir. Da igual que se trate de los desastrosos efectos de la Ley Orgánica 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual, como de varias sentencias declarando la arbitrariedad de un ministro con un coronel de la Guardia Civil.

Esta nueva teoría también afecta a la presunción de constitucionalidad de las leyes: hasta ahora se presumían constitucionales partiendo de que las Cortes, cuando aprobaban una ley, la consideraban constitucional. Pero si ahora las Cortes pueden aprobar lo que estimen conveniente políticamente, sin tener en cuenta los límites constitucionales, no parece razonable mantener esa presunción, aunque no sé muy bien por qué regla se puede sustituir. Me imagino a cualquier juez en la situación de aplicar una ley que sus propios autores han dicho que no saben si es constitucional ¿qué debe hacer? Quizás presentar una cuestión ante el Tribunal Constitucional; quizás pedir a las partes que le demuestren la constitucionalidad de las leyes que citen, como ahora tienen que demostrar la vigencia del Derecho extranjero que les interese; o quizás decidir él mismo inaplicar los preceptos que considere inconstitucionales, como hacen los jueces americanos. Estoy desconcertado.

Lógicamente ese mismo principio de eximir a los diputados de velar por la constitucionalidad de sus actos será aplicable a todos los ámbitos políticos; por ejemplo, los Parlamentos autonómicos no tendrán que preocuparse de si sus leyes se adecuan a la Constitución y a sus Estatutos de Autonomía; actitud de la que, por cierto, ya tuvimos un grave precedente cuando el Parlamento catalán inició el proceso de independencia en 2017 y decidió desoír a sus propios letrados, que le informaron de la inconstitucionalidad de sus decisiones.

De forma similar, los alcaldes podrán otorgar o denegar licencias municipales sin tener que preocuparse por la legalidad de su decisión, ya se verá en el tribunal correspondiente. Aparte de convertir sus decisiones en una divertida lotería, el delito de prevaricación raramente se aplicará ya que el Código Penal exige que el acto ilegal sea “a sabiendas” y el político implicado podrá alegar que la ilegalidad solo pudo saberse después, cuando un juez anuló su resolución. Llevado el argumento a los partidos de fútbol, se podrían pitar faltas, pero ningún jugador podría ser expulsado por cometerlas ya que él solo estaba jugando al fútbol y únicamente después de que el árbitro pitara supo que su acción era antirreglamentaria.

En fin, tengo para mí que eso implicaría que la seguridad jurídica se resentiría, aumentaría la arbitrariedad y desembocaríamos en el caos jurídico y social; pero me temo que solo digo eso porque soy un constitucionalista de la vieja escuela que no entiende esta nueva teoría de eximir a los políticos del deber de lealtad constitucional. Seguramente nos lo explicará Paxti López en su próxima rueda de prensa. Mientras espero, me ha venido a la memoria una frase que leí la Navidad pasada en un mural de Barcelona: “La lleialtat és el sentiment més car, no ho esperis de persones barates”.

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