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Del síndrome de Penélope, tejer y destejer, hemos escrito mucho las feministas, porque para la consecución de la igualdad real entre hombres y mujeres nos pasamos la vida, -generación tras generación-, haciéndolo.
Hace años (2008) publiqué un libro, Una mujer de mujeres, prologado por mi gran amigo Pepe Griñán, con un capítulo dedicado al Lenguaje sexista. Empieza así: "No soy una experta en lenguaje de género, pero sí sé que el lenguaje, como tantas otras cosas, no es neutral, ni mucho menos, y que sus reglas han sido construidas a los largo de los siglos por los hombres, con los valores y principios sociales dominantes, que ellos han forjado".
Escribo de muchas cosas, entre ellas de un debate que sostuvo Ignacio Bosque, académico de la RAE, conmigo a propósito de un artículo que publiqué en El País, sobre lenguaje de género o de la que se organizó cuando propuse pensar en modificar el himno de Andalucía, por eso de "hombres de luz que a los hombres, alma de hombres le dimos", me parecía mucho "hombre" seguido, y sugería que se estudiara una posible reforma, como se han modificado tantas cosas, por ejemplo, la letra del Padrenuestro; no me "quemaron" en la plaza pública, pero les hubiera gustado; para evitar males mayores, callé para siempre.
También escribo de la denominación de los colegios profesionales: "El Colegio de Abogados debe pasar a llamarse Colegio de la Abogacía; el de Médicos, de la Medicina; el de Arquitectos de la Arquitectura, y así sucesivamente, porque, ¡oh, misterio!, hay algunos que ya se denominan así, el de la Enfermería, por ejemplo; las mujeres fueron antes enfermeras que los hombres, pero desde el primer día que un hombre pasó a ser enfermero, el Colegio no podía llamarse 'de las enfermeras' y, como es lógico, le denominaron el de la profesión , 'la enfermería', igual sucede con el de la Psicología, más moderno, y ya se contempla que tanto las mujeres como los hombres desempeñan esta profesión."
Historias del uso sexista del lenguaje se podrían contar innumerables, diariamente; han decidido ellos, representantes del patriarcado, que el masculino nos englobe a las mujeres, que no les gusta el desdoblamiento, ni el lenguaje inclusivo, ni nada que les reste poder, porque detrás de estas polémicas con el lenguaje, que a muchos, -y algunas muchas-, les lleva a rasgarse las vestiduras cuando se nombra el miembro, por ejemplo, para llamarlo "miembra", -¡con el miembro (viril) hemos topado!-, pero la realidad es tozuda, las leyes se modifican, la RAE, muy lentamente, va cambiando y las feministas no paramos, ni pararemos, porque sabemos "que lo que no se nombra no existe" y somos, nada más y nada menos, la mitad de la población y no un colectivo más.
Escribo esto, a propósito de lo ocurrido recientemente con el cambio de denominación del Colegio de Abogados de Sevilla, que pretendiendo adaptar la denominación a lo que dice el Estatuto General de la Abogacía, otras muchas leyes y, sobre todo, el sentido común, se proponía su denominación como Colegio Oficial de la Abogacía, algo que, por otra parte, lo hacen ya la mayoría de los Colegios de España.
En Sevilla, el pasado 25 de julio se celebró una junta general extraordinaria para, entre otros asuntos, hacer el cambio legal obligatorio de la denominación; el primer error fue votar lo que no era susceptible de votación, porque va en contra de la legislación vigente, pero lo más triste fue el debate que provocaron quienes, dirigidos por "el adalid" de los abogados, el Decano emérito, José Joaquín Gallardo, que cual Cid Campeador, defendió mantener el nombre que el Colegio ha tenido desde hace tres siglos y, por tanto, no debía cambiarse, amén de argumentar con eso tan machista de que las abogadas no han sido nunca discriminadas en el Colegio por esa histórica denominación.
Frente a él, con valor y energía, una abogada, María Jesús Correa, sostuvo que el cambio de denominación no había que votarlo, porque estaban obligados a cambiarlo ya que así lo mandata el ordenamiento jurídico, específicamente el Estatuto General de la Abogacía, a lo que los partidarios de la denominación histórica replicaban que no era un mandato, sino solo una recomendación. Se votó, a mano alzada, y ganaron los defensores de las "esencias" y Sevilla se queda, de momento, con un Colegio Oficial de Abogados, en contra, sobre todo, del sentido común.
Como ha escrito la abogada Amparo Díaz: "Pues bueno, nos cuesta, pero ahí vamos. Porque usar lenguaje no sexista -de momento- cansa, pero más cansa, y además destroza, la desigualdad y la injusticia el lenguaje machista".
El acuerdo ha sido recurrido y lo ganaremos las mujeres, porque es de justicia, pero el importante Colegio profesional de Sevilla ha dado un triste y lamentable espectáculo, aunque sabemos que pronto se llamará como debe ser: Colegio Oficial de la Abogacía.
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