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Llevamos 40 años de andadura autonómica pero al final ha tenido que ser la pandemia la que someta a una prueba de fuego a nuestro modelo de gobernanza: la capacidad del Estado autonómico para responder con eficacia a una emergencia imprevista y desconocida. Hemos podido comprobar cómo funcionan los dos primeros circuitos de nuestro sistema territorial. En primer lugar, un Estado central que, aun contando con un instrumento contundente, el estado de alarma, al final parece haberse visto claramente desbordado cuando se trata de decisiones referidas a ámbitos sanitarios, asistenciales u otros. Es natural: si las competencias sanitarias o asistenciales hace tiempo que se trasfirieron a las comunidades autónomas, los respectivos ministerios habían perdido conocimientos y capacidad instrumental de respuesta.
En segundo lugar hemos visto a las distintas comunidades asumir el envite y, aunque puede que algunas cosas hayan mejorado, finalmente no conseguimos vencer la pandemia ni hacer frente a sus terribles consecuencias; ni, por supuesto, salir de la sensación de caos y desorden desencadenados. Una confusión institucional donde a veces ni siquiera los jueces parecen saber cuál es exactamente su papel.
Para colmo nos enfrentamos al uso perverso en clave política de ambas experiencias: parece que si se quema el Gobierno central resultarán beneficiadas en parte las comunidades autónomas; y si se queman éstas se estará beneficiando al Gobierno central. La perversa dinámica competitiva de la política no parece dejar espacio a la lógica de la cooperación institucional.
Seguramente se nos había olvidado lo que viene en todos los manuales sobre el tema: a saber, que un sistema territorial de tipo federal consta en realidad no de dos, sino de tres elementos: la esfera central, las esferas territoriales, y (la más importante) las relaciones adecuadas entre ambas. Y es que la esfera de la coordinación entre centro y periferias ha sido la gran lección pendiente de nuestro proceso territorial desde sus ya lejanos orígenes. Fracasó el Senado, que teóricamente debería haber sido el espacio de encuentro, como han venido fracasando después las conferencias sectoriales.
Hacer ahora un balance acelerado de sus causas seguramente sería algo precipitado, aunque algunas de ellas las vemos nítidamente en plena pandemia. Si ciertas comunidades que se consideran "privilegiadas" no acuden a las mesas de las conferencias sectoriales, ya tenemos una mesa a la que le faltan un par de patas. Así la cosa no funcionará. Y si ya ha venido funcionando deficientemente durante décadas, sería todo un milagro encontrar ahora de pronto la varita mágica.
Lo complica más el hecho de que no se trata ahora de una simple cooperación sectorial (es decir, focalizada en un ámbito concreto, como el sanitario), sino de una auténtica cooperación política en su sentido más amplio, donde además de la sanidad aparecen la enseñanza, la economía, el turismo, los circuitos asistenciales… Toda nuestra vida colectiva enfrentada a un deficiente funcionamiento inercial de nuestro sistema territorial.
Es posible que la urgencia de la crisis nos esté enseñando aceleradamente lo que durante décadas habíamos dejado pendiente, porque a veces las sinergias colectivas sólo se forjan y cristalizan en momentos de crisis o emergencias. También porque a estas alturas parece que los tiempos de las ensoñaciones ya han pasado: ni teníamos la mejor sanidad del mundo, ni nuestro sistema autonómico era tan fuerte y consolidado, ni el equilibrio y respeto mutuo entre centro y periferia era el apropiado. Además, no deberíamos echar en saco roto alguna aportación consistente: como la nueva centralidad estratégica que está adquiriendo la esfera local, la otra y olvidada pieza de nuestro sistema territorial.
Víctimas de la fragilidad y la debilidad de nuestro sistema institucional, sólo nos queda confiar ya en nuestra capacidad de movilización y respuesta ante una situación de emergencia. La clave es la coordinación, la cooperación y la lealtad institucional. La duda de si realmente tenemos capacidad de aprendizaje institucional y colectivo para activar esa clave nos asalta en la peor de las circunstancias, cuando es una cuestión de pura supervivencia colectiva.
Las comunidades autónomas deberían ser las más interesadas en demandar la solución de este problema y contribuir a ella, porque son las responsables de la prestación de los servicios públicos esenciales, los más afectados por esta deficiencia de nuestro sistema de gobernanza. En especial Andalucía, por ser la más poblada, una de las de mayor extensión y estar entre las menos desarrolladas.
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