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El temor a que el aislamiento y la distancia interpersonal habiten nuestras vidas ha alimentado algún que otro menosprecio de urbe y alabanza de aldea. Por ahora sin demasiada repercusión, pero presto a adquirirla en cualquier momento. De hecho, en estos meses se han registrado algunos casos de repoblación de núcleos casi vacíos que han sido ejemplo noticiado de ajuste a la nueva situación.
Esta circunstancia, y el hecho de que tales movimientos respondan también a la creciente preocupación por la desertización y abandono de las áreas rurales, invitan a la reflexión sobre el potencial alcance operativo, en términos demográficos y económicos, de un retorno de población y actividad a la España vaciada.
Como es bien sabido, los deméritos de la ciudad a favor de la vida en el campo no son algo novedoso. Hubo crisis urbana y generalizada repoblación rural tras la caída del Imperio Romano de Occidente, y repudio de la ciudad e idealización del mundo campestre en la novela pastoril, en la poesía bucólica de la Antigüedad y del Renacimiento, o en el canto por la poesía ascética de las bondades de la vida retirada y ermitaña. La revolución industrial daría paso a las propuestas del socialismo utópico, y a las más hacederas de los distintos modelos de ciudad jardín. La tensión ideológica entre ciudad y campo se ha mantenido en oscilación pendular a lo largo de la historia.
De un modo u otro, el rechazo de las complicaciones y el bullicio de la gran ciudad, y la idealización de la tranquilidad y sosiego de la aldea, son motivos con notable presencia a lo largo de la historia. Si este credo volviera a prosperar, estaríamos ante un nuevo florecimiento del ruralismo que, en realidad, ya estaba activo antes de la pandemia. Ésta será, si acaso, el impulso final que desencadenase su nueva andadura. La vida rural se vería revalorada ahora, además, por su mayor seguridad frente a la gran ciudad, cuyo aura -ya erosionada por su hipertrofia, sus disfunciones y sus efectos de despoblamiento rural- puede sufrir otra merma en la medida en que, como ya se ha insinuado, se instituya el mito de que las aglomeraciones urbanas son causa desencadenante y catalizador de la pandemia.
Así, al tópico rechazo de la masificación, el stress, la deshumanización, y otros estigmas que pesan sobre las grandes ciudades, se sumaría ahora la resignada renuncia de muchos devotos urbanitas a sus ventajas, compensada por la sublimación de las cualidades de la aldea, con su menor intensidad y variedad de contactos, y justificada, además, como defensa contra la vulnerabilidad sanitaria a la que, supuestamente, habría conducido el crecimiento poblacional y su progresiva concentración en ciudades.
La otra cara del asunto, la despoblación de las zonas rurales -precisamente por motivos contrarios, las carencias del campo frente a la ciudad- tampoco es un problema nuevo para la opinión general, ni para la teoría urbanística, que la enfocó en su momento como patología de las relaciones entre centro y periferia en dos de sus escalas, la local y la regional, y que ha intentado abordarlo en la práctica, con actuaciones que, pese a sus resultados limitados, han hecho historia del urbanismo. En realidad siempre ha sido así, las ciudades reales nunca respondieron más que parcialmente a los ideales del momento. Como ha ocurrido con tantas otras propuestas de los urbanistas a lo largo de la historia, sus contribuciones no han podido generalizarse y sobreponerse a la potencia y la constancia de las fuerzas geoeconómicas que modelan el territorio. Han debido coexistir con su negación real, florecer en su seno y limitarse a dejar en ella su huella material en el espacio urbano y en la Historia, para la que, por lo demás, terminan quedando como paradigma más o menos sacralizado.
En resumen, las ciudades no han crecido por libre voluntad de concentración de sus residentes, sino presionadas por fuerzas económicas -las que rigen los mercados- que ningún Estado, ni los que se presumen socialistas o comunistas, ha sido capaz de controlar, contrarrestar o revertir. No sabemos todavía si estamos en ciernes de un nuevo impulso pendular hacia una arcadia campestre. Lo que sí creemos saber es que no cabe esperar un éxodo urbano general y autónomo, sostenido y cuantitativamente significativo, si bien no cabe descartar que con mucho menos pueda ofrecer algunos beneficiosos efectos. Ésta sería la virtud y la justificación de algunos proyectos que se vienen proponiendo en tal sentido y cuyo éxito no necesita, en todo caso, ir más allá que el resto de los paradigmas urbanísticos contemplados por la historia, siempre a la retranca, como excepción ejemplar y alternativa frente a los fenómenos dominantes en el proceso de urbanización
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