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Aquél anciano cuya edad superaba con creces los ochenta años seguía siendo, como toda su vida fue, un hombre metódico de rutinarias costumbres, aseado, ordenado, laborioso, afable, parco y comedido en todo, pero que sabía deleitarse siendo amable con cada minuto que la vida le concedía. Vestía siempre de corbata, chaleco y chaqueta. Jamás se presentaba sin su sombrero de fieltro gris con cinta negra. Un sombrero que denotaba el dilatado uso en los brillantes roces que había ido dejando su manoseo. El desayuno, convertido en un ritual, era sagrado para él. Y siempre con el mismo menú: un tazón de malta con achicoria y una rebanada de pan cateto tostada, bien empapada en aceite de oliva después de haber sido untada con dos dientes de ajo. Con parsimonia migaba en el tazón de cebada tostada los trozos de la rebanada de pan que desgajaba con los dedos. Tras el desayuno bajaba al kiosko más cercano para comprar el periódico. Corrían los primeros años de la década de los cincuenta del pasado siglo. No había mucha prensa para elegir, así que T. L. Oliver compraba el único diario de Málaga que editaba Prensa del Movimiento. Solía sentarse a leer en alguno de los bancos de piedra que adornaban la plaza ajardinada de la barriada de Haza de Cueva en la que vivía junto a su familia.
Esta barriada de Málaga fue la primera que se hizo en el plan de reconstrucción de la ciudad al terminar la Guerra Civil. En ella fue donde se centró la vida de este guardia civil tras la incivil guerra. Y en ella fue escribiendo unas memorias recogidas a través de sus atestados que dejó escritos de su puño y letra junto a un buen número de cuadernillos donde plasmaba, con variada y pulcra caligrafía, todos los poemas que leía, así como muchos pasajes del Quijote que era su libro de cabecera. La barriada de Haza de Cuevas, que originalmente se llamó de Nuestra Señora de la Victoria, se comenzó a construir en el año 40, siendo promovida por Falange Española y de las JONS. Desde el centro de Málaga se llegaba a ella a través de calle Mármoles y calle Arango, donde se encontraba la fábrica de camas y somieres llamada de Lopera. Limitaba con el Arroyo del Cuarto que, en esas fechas, por su lecho solo corrían las negras aguas residuales de las chabolas habitadas en gran parte por gitanos. T. L.Oliver gustaba de disfrutar desde el balcón de su casa, en las noches de verano, de los cantes y bailes que solían hacer los gitanos alrededor de una hoguera. Zambras le llamaba. Nunca sintió fobia alguna hacia los gitanos sino, por el contrario, pena de su miseria. Se equivocaba Lorca –pensaba–, se equivocaba en su Romance de la Guardia Civil que tantas veces había leído: «¡Oh ciudad de los gitanos! En las esquinas banderas. Apaga tus verdes luces que viene la benemérita.» Pasado el arroyo estaba el centro de transformación de Hidroeléctrica de El Chorro llamado “La Secundaria”. Y, pasada ésta se construyó, una década después, la barriada de Carranque.
Este anciano recordaba con nostalgia el porte recio y erguido, de capa y tricornio, de su pasado en la Guardia Civil en la que tan honrado se había sentido servir. Curiosamente, habiendo sido desde su creación un cuerpo militar, al servicio de la
población civil para ayudar y proteger, su fama ha sido para una gran parte de la población la de ser un cuerpo al servicio de la represión, un cuerpo al que temer como se le temía, siglos antes, a la Inquisición. Y nada más lejos de la verdadera realidad. Quizá ese sentir provenga de la seriedad que quiso inculcar a la Benemérita su fundador el Duque de Ahumada. La situación de España en la primera mitad del siglo XIX era bastante difícil, tras la Guerra de la Independencia, la situación que dejó la Constitución de Cádiz, las posteriores guerras Carlistas, etc. indujo al Duque de Ahumada a crear una institución para proteger “a la persona y a la propiedad” y de su mano nació la Guardia Civil cuyo código de conducta se recoge en su denominada “Cartilla”. Su articulado establece que «el honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Que ha de ser un dechado de moralidad, por su aseo, buenos modales y reconocida honradez. Las vejaciones, las malas palabras, los malos modos, nunca debe usarlos ningún individuo que vista el uniforme de este honroso Cuerpo.» También establece que: «Siempre fiel a su deber, sereno en el peligro y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza, será más respetado que el que con amenazas, sólo consigue malquistarse con todos.» Que debe ser «prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza.» Y, especialmente, inculca que: «El Guardia Civil no debe ser temido sino de los malhechores, ni temible sino a los enemigos del orden. Procurará ser siempre un pronóstico feliz para el afligido, y que a su presentación el que se creía cercado de asesinos, se vea libre de ellos; el que tenía su casa presa de las llamas, considere el incendio apagado; el que veía a su hijo arrastrado por la corriente de las aguas, lo crea salvado; y por último, siempre debe velar por la propiedad y seguridad de todos.»
Aquél día, sentado en su banco de la Plaza de Strachan (que así se llama hoy día), leyó en la prensa la detención de un guarda jurado que había participado en un robo compinchado con otros delincuentes y aprovechando su posición como tal, y le vino a la memoria un caso que él llevó en septiembre de 1926. Caso que tenía recogido escrito en el consiguiente atestado que decía así:
«T. L. Oliver, guardia de 1ª clase de la 5ª Compañía de la Comandancia de Málaga, perteneciente al puesto de Poniente, por el presente atestado hace constar: Que prestando servicio de correrías acompañado del guardia de 2ª clase Juan Llanos Marín, hoy treinta de septiembre del año mil novecientos veintiséis, al llegar a la finca de San José de esta demarcación, término municipal de Santo Domingo, a lo lejos divisamos que el guarda de la referida finca se dirigía a un cabrero que pastaba en unas alfalfas, el cual salió seguido de un ganado en dirección al carril, por lo que salimos al encuentro del mismo, el que no pudo justificar su permanencia en dicha finca pues no conoce a su dueño ni tiene documento alguno y a preguntas hechas solo mostró que el ir a la referida finca era con consentimiento del antes aludido guarda con el que tenía convenido de darle diariamente diez pesetas por pastar en las alfalfas; que divisó a la pareja y vino a avisarle para que se fuese al carril hasta que la pareja se marchara, no teniendo más que decir añade que es natural y vecino de esta Capital, calle Arganda número diez, de treinta años, casado y dueño de las cuarenta cabras que conduce, llamado Manuel Reyes Ruiz. Seguidamente fuimos hacia la casa en donde se encontró el guarda que dijo llamarse José Pérez Porras, de cuarenta años de edad, de estar casado y vecino de la misma finca. Interrogado sobre el hecho antes expuesto, dijo ser falsas las manifestaciones de Manuel Reyes en un principio y declarando después que el poco sueldo que le daba su amo le obligó a inteligenciarse
con dicho cabrero y en vista de ser ciertas dichas manifestaciones se procedió a desarmar al mismo, recogiéndole tercerola, bandolera y título para ser puesto a disposición del señor Juez de Instrucción de Santo Domingo a efectos que procedan y dándole cuenta al dueño de la expresada finca de la resolución tomada en ésta de la prevaricación que su guarda era responsable, estando conforme en todo con ella. Cerrando este escrito en la referida finca con las firmas del cabrero y guarda, con la pareja que actuó, a las doce horas del día, mes y año antes expresado.»
T. L. Oliver, revivía con orgullo su pasado servicio en la Benemérita y recordaba la primera estrofa de su himno: «Instituto, gloria a ti. / Por tu honor quiero vivir. / Viva España, viva el Rey. / Viva el orden y la Ley. / Viva honrada la Guardia Civil.»
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