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Cuando Holly Martins llegó a Viena en tren en 1948, que es cuando Carol Reed rodó El tercer hombre, la periodista y escritora vienesa Hilde Spiel había hecho lo propio en avión dos años antes, tras un exilio londinense de una década. A Martins y a Spiel, uno en la ficción y otra en la realidad, les acogió el Ejército británico, uno de los cuatro ejércitos -junto con el soviético, francés y americano- que ocuparon Austria desde abril de 1945 durante diez largos años. Era Viena una capital hambrienta y en ruinas, tanto física como moralmente, dividida entre sus propios habitantes y en zonas de ocupación. Una ciudad a la que si Holly Martins, en la ficción de la novela de Graham Greene y de la película de Reed, iba en busca de su amigo Harry Lime -es decir, Orson Welles- para acabar enamorado de Alida Valli, la antinazi Hilde Spiel fue al encuentro de su pasado durante unos días de febrero. Una experiencia que cuenta en un magnífico e inédito libro, Regreso a Viena. Diario de 1946, que acaba de publicar Báltica, una meritoria editorial que dirige con acierto y constancia Katarzyna Olszewska Sonnenberg, y que Pilar Mantilla ha traducido con brillantez destacable.
A Hilde Spiel, dispuesta a recorrer con el pardo uniforme británico el empedrado de esa Viena de la que había huido en 1936 ante la amenaza nazi, le aguardaba una de esas ciudades europeas de vida en blanco y negro, cuyo año cero tardó en pasar muchos meses, y que, como todas, había cambiado definitivamente. La ciudad que se encontró la escritora, de la que dice tiene que aprender todo de nuevo, se enfrentaba a su segunda postguerra, la que confirmó la desaparición definitiva de una Europa rica y diversa, surgida de una difícil convivencia de siglos. En esa urbe hambrienta que recogieron las fotografías de Ernst Haas, la película de Carol Reed y el testimonio de Max Fristch y que ahora conocemos mejor gracias a Regreso a Viena. Hilde Spiel, escritora nacida en 1911 e inédita en español, redacta un texto fruto de su viaje como corresponsal del New Statesman que es mucho más que un diario gracias a la intensidad narrativa y a un estilo brillante y lírico. Es la crónica de un reencuentro con una ciudad sumida en el caos en la que, como dice, "la vida se ha apartado de las calles", pero también es el relato del extrañamiento y de los sentimientos encontrados que desata todo exilio, un acontecimiento tan del siglo XX. Hay un momento en el que Spiel no sabe si es londinense o vienesa ni tampoco lo que quiere ser, una contradicción que no impide que asome la melancolía, inevitable en un texto en el que la evocación es el alimento esencial, como sucede en gran parte de la literatura del siglo. Sin embargo, en Spiel apenas hay nostalgia, eso que según González-Ruano es la esencia de la literatura, sino voluntad de distanciamiento. Aunque Spiel llega a Austria con las certezas del antifascismo, lo que la lleva a ser escéptica ante los relatos de las atrocidades del Ejército soviético que hoy vuelven en Ucrania, también hay en su textos comprensión hacia quienes no han tenido el arrojo de la militancia durante los años del nazismo. Es la crónica de un regreso, pero también es el recuerdo de los días en que las muestras de descomposición de la sociedad con el señalamiento de los judíos y los intelectuales, allanaban el camino al espanto que venía del norte y empujaba al exilio. Spiel confirma que en Austria llovía sobre mojado cuando se produjo su entusiasta entrega a Hitler, al fin un compatriota que había triunfado fuera.
A pesar de la voluntad de esquivar las concesiones sentimentales, no deja de resultar conmovedoras la descripción de los restos de la casa de sus abuelos, de la que quedan sólo unas paredes amarillas, o el relato de la visita a su antigua casa, al igual que a amigos y familiares que sobrevivían entre la miseria y el mercado negro en una sociedad que, al son de la cítara de Anton Karas y de la cortesía vienesa, estaba intentando convencer a los ocupantes de su distancia con el nazismo que casi todos habían contribuido a traer en los días del Anschluss. Todo desfila por este libro, desde el Prater y su noria, que luego inmortalizaría Orson Welles, al céntrico Café Herrenhof, cuyo maître, herr Hnatek muestra cómo ya su tiempo había pasado. Ahora, los ocupantes eran los dueños de unas ruinas que una vez fueron capital de un imperio y centro de la cultura del siglo que acabaría con ella. La vista de los soldados soviéticos junto al palacio de Metternich le trajo el recuerdo del príncipe y ministro, quien, recordando a turcos y magiares, decía que el Este empezaba al costado de su casa, algo que ahora sucedía en Praga, Bucarest o Berlín, ocupadas por los rusos.
Un descubrimiento literario y un libro oportuno el de Hilde Spiel que ayuda a entender a una Europa y una Austria que conviene no olvidar, pues como demuestra lo que sucede en Ucrania, a veces un siglo, como dice el tango, no es nada.
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