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El escritor y fraternal amigo Manuel Gregorio González me reprochaba cariñosamente, en tarde tabernaria, que me definiera como nacionalista español y no como un cívico patriota. Al resistirme yo a abandonar mi nacionalista condición, no incompatible con la de patriota, otro cuate y testigo tabernario, el querido González Troyano, me invitaba a no escurrir el bulto y poner negro sobre blanco mi pertinaz defensa de la importancia de asumir que la Nación constitucional española no puede afirmarse al margen de un nacionalismo español. Intentaré recoger el guante.
En España el nacionalismo está connotado por nuestra experiencia con los nacionalismos vascos y catalán. Para la mayoría de los españoles el nacionalismo no es el sustrato histórico de la construcción estatal y del propio Estado del Bienestar, sino que sólo puede ser desintegrador además de, como aquí hemos corroborado, caldo de cultivo para el supremacismo, cuando no para el puro odio tribal. Esta convicción explicaría por qué, en España, muchos de los proyectos de regeneración política han nacido de la pulsión antinacionalista. Así el de UPyD, frente al nacionalismo vasco y el de CS, con respecto al catalán. En cualquier caso, no deja de ser significativo que ambos proyectos, nada desamparados, sobre todo el segundo, hayan sucumbido de forma radical. La insignificancia sobrevenida de quienes fueron sus líderes creo que nos explica bien que el antinacionalismo, loable y exponente de coraje, según en qué contexto, es algo que políticamente se agota en sí mismo si no tiene como otra cara de la moneda un nacionalismo español inteligente, construido más allá de autocomplacencias sonoras como la de libres e iguales. Aunque estos partidos negaran ser nacionalistas, no tengo duda de que en el sustrato de ambos se hallaba dicho nacionalismo español -cómo sino emocionarse con la Marcha Real versionada por Marta Sánchez-, pero ese nacionalismo padecía de una cierta pereza intelectual, en buena medida provocada por la creencia de que la oposición al nacionalismo catalán o vasco te otorga ya la suma virtud política y te exime de la tarea de ofrecer una idea viable de España. Es evidente que ese nacionalismo español, que se gusta en su simpleza reactiva, puede rendir réditos electorales a corto plazo, sobre todo porque a buena parte de la opinión publicada también le es rentable torcer por aquel que increpe de forma más vehemente contra los nacionalismos periféricos, sin inquirir mínimamente si la idea de España que éste propone puede servir para nutrir, allí donde más se requiere, el sentimiento de pertenencia a la Nación y la identificación con su realidad política. El nacionalismo español ha sido, en cambio, la base explícita del proyecto político de Vox, un proyecto, sin embargo, condicionado por el hecho de que su idea de España es refractaria, en muchos puntos, a la propia idea de Nación constitucional. Se trataría, en términos propios del siglo XIX, de un nacionalismo antinacional. Como contrapartida, la regeneración política en la izquierda se niega a sí misma, no pocas veces, la palabra España, abrazando la locución franquista de Estado español al mismo tiempo que planta y cosecha naciones a lo largo y ancho del territorio. Se diluye, en definitiva, en el culto pueril de la diferencia.
A este respecto, creo que si algo explica la supervivencia del bipartidismo español es que existe una conciencia de que son sus actores quienes en último término podrían interpretar de forma más pragmática, y en clave constitucional, un nacionalismo español no enrocado en el secuestro de la historia o en la defensa biológica de nuestra esencialidad, pero sí consciente, específicamente en un país con un Constitución territorial frágil, de la necesidad constante de cultivar un apego a la Nación constitucional. Es cierto que nacionalismos como el catalán y el vasco son constitutivos de la realidad española y es un error manifiesto negarlos, como también lo es que la Nación española no puede decirse en una sola lengua ni leerse en francés, más allá de que no son menores los problemas que enfrenta hoy la identidad nacional francesa. No obstante, es una equivocación anatemizar el nacionalismo español, cuyo equilibrio en su definición y en su acción requiere, en mi opinión, un acuerdo mínimo entre los dos grandes partidos a la hora de "hacer país". Un nacionalismo español que se pueda expresar cuando sea necesario no contra otros nacionalismos, sino a pesar de ellos, es también, en definitiva, presupuesto de una convivencia constitucionalmente bien ordenada.
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