Antonio Rivero Taravillo

Adiós, filósofo

La tribuna

9081354 2024-10-17
Adiós, filósofo

17 de octubre 2024 - 03:07

En Inquisiciones, libro de 1925, Jorge Luis Borges dedica páginas iluminadoras al filósofo irlandés George Berkeley, uno de los dos grandes filósofos de la verde Erin, bien que el otro y altomedieval, Escoto Erígena, fue en propiedad más autóctonamente irlandés, pues Berkeley, obispo anglicano, era de ascendencia inglesa como tanto clérigos-escritores que desempeñaron funciones pastorales en el país vecino, entonces bajo el poder de Londres: Jonathan Swift y Laurence Sterne entre los más famosos.

Destaca Borges ese latinajo de Berkeley que traducido sería “la perceptibilidad es el ser de las cosas”, una incisiva mirada que dialoga con un haiku de Morikame (“No ya en su cáliz / sino en nuestra nariz / está el aroma”) y al que Antonio Machado da una vuelta de tuerca: “El ojo que ves/ no es ojo que tú lo veas;/ es ojo porque te ve”. Hoy, la perceptibilidad de Berkeley es la de un apestado, alguien a quien en la rueda de la Fortuna (y en la del tiempo) le ha llegado el momento de ser un villano. Resulta que el señor Berkeley tuvo esclavos en su ya lejano siglo XVIII, varias décadas antes de la Revolución Francesa y de la Independencia de los Estados Unidos. Y que en alguna página suya defendió la esclavitud.

Huelga decir que la esclavitud es una aberración que se ha enrocado con su malignidad moral hasta el siglo XXI, bien que se hayan dulcificado su nombre y sus formas. Es aquello que denunció y combatió el también irlandés Roger Casement, protagonista de la novela de Mario Vargas Llosa El sueño del celta, lo mismo en el Congo de ese criminal coronado, el rey Leopoldo de los belgas, como en las regiones amazónicas del Perú. Sin restarle un ápice de tragedia a la esclavitud, la pregunta es si hay que condenar a quienes actuaron conforme a la legalidad vigente en su época, por más que esta nos pueda parecer hoy ilegítima, y si las ideas de un pensador sobre la esclavitud (parte interesada, pues tenía esclavos como tantos de su clase o posición) invalidan su mérito en la filosofía en cuestiones que no tienen que ver con la ética.

Berkeley ha sido noticia estos días porque la biblioteca del Trinity College de Dublín fue despojada de su nombre el año pasado y acaba de ser renombrada con el de una importante poeta compatriota, ex alumna de esa universidad: Eavan Boland. Al calor de las soflamas importadas de EEUU (lástima que no haya aranceles sobre estas), algunos estudiantes de Trinity clamaron contra Berkeley, y las autoridades académicas cedieron, abriendo un debate sobre a quién dedicar esa biblioteca que hasta 1978 solo se conocía como The New Library en oposición a la antigua tan fotografiada que conserva el Libro de Kells y presume de la larga sala con estanterías hasta el altísimo techo, valiosos volúmenes y bustos de los próceres dispuestos entre los estantes (solo de varones también hasta el año pasado). ¿De verdad era necesario cambiar el nombre de la nueva biblioteca, un edificio feo y funcional de cemento armado, apeando al único filósofo irlandés de la Edad Moderna y apelando en su lugar a una de las muchas poetas de las que puede enorgullecerse el país? Se subraya que ya era hora de que un edificio universitario ostentara el nombre de una mujer. Pues sí, qué duda cabe. ¿Hacía falta que fuera a costa del de Berkeley?

Sabemos que Borges, admirador de Berkeley, no recibió el más que merecido premio Nobel por sus salidas de tono muchas veces desafortunadas que en él, maestro de la boutade, no habría que tomar siempre en su literalidad. ¿Y qué si lo pensaba? ¿Cuántos escritores, músicos, artistas han tenido comportamientos indignos que no restan un ápice de valor a sus libros, óperas o lienzos? Mejor no dar nombres para no avivar el fuego, es decir, fomentar el derrumbe de estatuas, la retirada de cuadros o la sustitución de placas.

Trinity College podría aplicarse el cuento y, más allá de contentar a los revoltosos, cambiar su propio nombre o incluso disolverse, pues está en su meollo lo contrario de lo que ahora quiere vender: por ejemplo, haber vedado durante siglos su titulación a los católicos (hasta después de muerto Berkeley). ¿Seguirá su ejemplo la Universidad de California en Berkeley y buscará otra advocación menos incómoda? ¿Falta mucho para que la ciudad que le da nombre, Berkeley, empiece a ser llamada de otra manera?

Tampoco es para montar en cólera. Se trata simplemente uno de los signos de los tiempos, por ridículo que sea. Si en verdad merecía la biblioteca, Berkeley se lo habría tomado con filosofía.

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