Europa, hervores y nacionalismos

La tribuna

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Europa, hervores y nacionalismos

05 de agosto 2024 - 03:06

Como es bien sabido, el XIX romántico creó el concepto moderno de nación, lo que trajo la exaltación pasional de los pueblos que podían definirse por una misma cultura. Los revolucionarios liberales sí dieron el paso decisivo al equipar nación con soberanía. Pero mucho antes, de forma arcaica, se hablaba ya de nación y nacionalidad en atención a una lengua común, los atributos del paisaje, el parecido racial y otros supuestos rasgos comunes. Antaño, por ejemplo, se hablaba de la nación judía, igual que existía, sin matiz alguno, la nación de los negros.

En la Tabla de los Pueblos, realizada en Estiria a inicios del XVIII, puede leerse una abigarrada representación de los pueblos de Europa según sus rasgos colectivos. Así, los españoles eran agrupados por su estreñimiento, mientras los franceses se definían por el mal de la sífilis. No es de extrañar que más tarde el delirio psicótico de Sabino Arana le llevara a considerar que la lengua vasca fue traída al terruño vascongado por Tubal, nieto del bíblico Noé, o que el propio patrón del Arca, varado y a salvo en el monte Ararat de Armenia, habría podido redactar sus fueros. Decía Álvarez Junco que el nacionalismo vasco refleja “el triunfo verdaderamente espectacular de una invención de la identidad y de la tradición”. La ikurriña fue un invento inspirado en la Union Jack británica. Tenía tanta antigüedad como las faldas o kilts de los escoceses (otro invento de 1727 de un empresario siderúrgico inglés de Lancashire para hacer vestir mejor a un clan de las Highlands que había contratado). El folclore interesado, caso de la aburridísima sardana, hizo el resto (folclore o el fake-lore, a decir de López Facal, autor de Breve historia cultural de los nacionalismos europeos).

Hoy, como ayer, el nacionalismo totalizante y el otro secesionista y periférico siguen bebiendo, cada cual a su modo, de lúbricas fantasías y mitos mayormente adulterados o incluso inventados sin pudor. Siempre recuerdo la cita del catalanísimo Josep Pla, quien equiparaba el nacionalismo con los pedos, pues sólo les gusta a quienes se los tiran. Añade López Facal que es como el olor corporal: uno no percibe el propio y sí el ajeno. Como habitante del país de la acracia, Fernando Savater acuñó los términos necionalista y necionalismo, lo que lleva de la mentalidad de aldea a la xenofobia y al chantaje político que convierte al supuesto opresor en oprimido.

El nacionalista húngaro Víctor Orban, ese cruzado magiar, ejerce ahora la presidencia rotatoria de la UE (atentos a sus pantallas). Francia ha virado a la grandeur, pero empezando por la purga desde dentro, y ahora enarbola la tricolor de la discordia. El nacionalismo de país en lo unívoco ha dado pie en Turquía a una estética revisionista y delirante, donde jenízaros y selyúcidas, ataviados tal cuales, acompañan los boatos en las tomas presidenciales de Recep Tayyip Erdogan en su gran Palacio Blanco (Ak Sarayi) de Ankara. La fiesta patriótica anual de Vox (Viva) suele derivar también en otra chirigotera reunión de disfraces que apelan a los supuestos arquetipos de lo español (lo que recuerda a la castellanizadora Historia General de España de 1865 del palentino Modesto Lafuente).

El reclamo racial y cultural de Germania (del prerromántico Fichte a Herder y luego los hermanos Schlegel) derivó en el nazismo. Dijo Goebbels que la esvástica nazi no era más que “el romanticismo de acero del siglo XX” (lo recordaba aquí hace poco Alfonso Lazo). El volkgeist alemán usó al romano Tácito para reivindicar la prestancia viril de Arminio-Hermann, el héroe que venció a las legiones romanas en el bosque de Teotoburgo (año 9 a. C.). A partir de ahí surgirán, con su propia cocción, los separatismos vasco, catalán, gallego, corso, escocés, galés, flamenco, bávaro y sardo. A esta panoplia de sentires vigentes en Europa, se unen otras fracturas territoriales y separatistas, de distinta índole, pero que prolongan en el tiempo su vacío jurídico. Hablamos de Transnistria en Moldavia, del peligroso limbo de Kosovo o, dentro incluso de la UE, de la anomalía del norte turco de Chipre (en julio se cumplen 50 años de la invasión de la isla por parte de Turquía en la fulminante Operación Atila).

La globalización monocolor que iba a diluir fronteras y a desteñir banderas ha fracasado estrepitosamente. La fruslería llorona de los pequeños nacionalismos aún persiste (ser nacionalista y de izquierdas da para una terapia de diván). Al alimón, no pocas naciones europeas han virado al monocultivo uniforme a través de la derecha extrema. El necionalismo según Savater vive su hora álgida.

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