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Afortunado quien encuentre el término adecuado para designar un hecho. El conocido antropólogo Marc Augé, amigo, tras una intensa vida de investigador hace treinta años halló, quizás por azar, la palabra de fortuna non-lieu (no-lugar). Coincidía con el momento en el cual la cultura se globalizaba a marchas forzadas, y los aeropuertos y los hípermercados, encarnación suprema del sentido de no-lugar, de espacio habitado de manera transeúnte sin identidad propia, se singularizaban como parte de la posmodernidad. Los identitarios del mundo -entre nosotros muchos "semana-santeros" de lo andaluz- razonaron que esos espacios de nomadismo eran la expresión superlativa y diabólica de globalización. Con cuatro ideas sencillas despacharon el asunto. A Marc Augé no le interesó nunca sus identidades existenciales, sino los sitios de paso, tales como el metro parisino de estaciones de nombres evocadores como Sèvres-Babylone, el plácido jardín Luxemburgo, o los bistrós de París, donde se está de paso y no se arraiga, bajo el ojo atento de un patrón que ejerce de sumo oficiante de lo efímero.
Pues bien, si existen no-lugares y hasta lugares memoriales, donde focalizamos la memoria colectiva, por qué no decir que también existen "lugares absurdos". O sea, sitios buñuelescos, como el Simón el Estilita que, subido en una columna en mitad de la aridez desértica mexicana, aguanta el acoso de la lascivia. Un lugar absurdo por definición siempre es una frontera, por ejemplo. Se trata de una construcción artificial, a veces en apariencia inamovible porque la imaginamos "natural". Mares, ríos y montañas dan la impresión equívoca que están ahí para marcarlas. Sin embargo, el hombre las ha saltado y atravesado de continuo.
De la de los Pirineos resultaría risible el debate sobre su naturalidad, por más que se elevase en ella para marcar distancias la estación ferroviaria megalómana de Canfranc. En la "raya" portuguesa más aún, por muchos Guadianas que pongamos por medio. El río San Luis, a la altura de Thousand Islands, marca una frontera absurda, entre una orilla y otra, ora la de Estados Unidos ora la de Canadá, producto de los teodolitos topográficos. La frontera entre Rusia y Estonia, la más caliente de Europa en términos de vigilancia militar, por más alambradas que despliegue no deja de ser un absurdo en mitad de un enorme río, el Narva, donde la gente se baña en verano ajena a las fortalezas, los alambres de espino y las ametralladoras apuntándose. La gente iba y venía, va y viene, sin descanso ni permiso.
Ahora bien, en el peñón de Vélez de la Gomera, posesión española en la costa norteafricana, lugar en sí mismo bellísimo, está para mí la mejor frontera del mundo: una guita, o sea una modesta cuerda de cáñamo, indica en el suelo del pequeño istmo de arena que se ha formado entre el peñón, habitado secularmente por soldados españoles, y tierra firme, donde empieza el imperio alauita, en qué país estamos. Los rifeños te advierten que no traspases ingenuamente la guita, ya que entonces un soldado que apunta noche y día hacia el enemigo, da la voz de alarma, te detienen por entrada ilegal y te devuelven en caliente en helicóptero, aunque seas un connacional. Hay que tener sumo cuidado con no pisar la maldita guita.
Lo que es tan real como chusco, las fronteras, las más de las veces da lugar a tragedias. El caso de las neonatas de los Balcanes es elocuente. Surgidas de las ruinas de Yugoslavia, tras la guerra de los noventa, han sido trazadas de manera aleatoria. Así, por ejemplo, a Bosnia había que dejarle una salida al mar, y le concedieron una decena de kilómetros en mitad de la costa croata. Como resultado, atravesar dos o tres fronteras en pocos kilómetros resulta delirante. En una de estas el conductor del autobús de línea donde yo viajaba, probablemente fatigadísimo de las humillantes largas esperas cuando llegó a uno de esos absurdos puestos fronterizos, y le dieron la autorización para salir de Bosnia y entrar por enésima vez en Croacia, no vio la barrera y se estampó contra ella. El pobre hombre prorrumpió en sollozos. Los viajeros quedamos impresionados por la imprevisible tragedia enmarcada en un bello paisaje por el que transitaba ajeno un brioso río de aguas límpidas, el Neretva. La impertérrita belleza nos revelaba con claridad el dolor humano.
Sólo nos hubiese faltado, para completar el absurdo, que hubiese pasado en esos momentos por el río, como en la película La mirada de Ulises del director griego Angelopoulos, rodada en plena guerra de los noventa, un barco portando una gigantesca estatua desmochada de Lenin mientras la población a su paso se persignaba en señal de religiosa reverencia. Son lugares absurdos para la mayoría, que algunos pocos sueñan con erigir en los espacios abiertos del mundo.
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