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Para los reyes de España, viajar a las Hurdes se ha convertido casi en un rito que ahora, afortunadamente, es más cultural que antropológico o sanitario, desde que Alfonso XIII lo hiciera por estas fechas, a caballo por sendas estrechas y caminos difíciles, hace un siglo, acompañado del fotógrafo Campúa y del instigador de la expedición, el entonces todavía monárquico Gregorio Marañón, quien como buen grafómano dejó unas notas publicadas décadas después.
Al viaje de Alfonso XIII, cuyo objetivo era comprobar el terrible estado de la comarca, le siguió el realizado en 1998 por el rey Juan Carlos I y la reina Sofía quien, siguiendo la senda de su abuelo, visitó Pinofranqueado, Caminomorisco y Casar de Palomero para dar fe de que la comarca cacereña había dejado de ser sinónimo de pobreza, atraso, hambre, raquitismo y bocio. Una realidad que habían adelantado Miguel de Unamuno y Mauricio Legendre que luego difundieron las imágenes del propio Campúa y de Tierra sin pan, la película de Luis Buñuel filmada en 1933 en los mismos lugares como réplica del viaje real. Ahora, cien años después de que lo hiciera su bisabuelo, el rey Felipe VI, acompañado también de la reina, ha visitado las Hurdes, aunque se ha limitado a la localidad de Pinofranqueado, en este caso con el fin de conmemorar el centenario del viaje de su bisabuelo y comprobar que la región no se parece en nada a la de entonces. Como, felizmente, tampoco toda España.
Uno, en su modestia, también hizo su peregrinación a las Hurdes cuando era joven, hace ya, como de casi todo, muchos años, en mayo de 1975. Un viaje que, con otros, he contado hace poco en Atlas personal, ese libro que tanto debe a Marie-Christine del Castillo. A modo de "curioso impertinente" iba en busca de un mundo que creía tenía que ser recogido y difundido, para dar testimonio de que a tres horas de Madrid existía algo muy diferente de la España urbana, moderna y desarrollada. Pertrechado con ingenuidad, papel, pluma y cámaras de fotografía, e impulsado por el ejemplo de los muchos viajeros que realizaban ese grand-tour cacereño como manifestación antifranquista, llevaba a modo de guía el relato de Antonio Ferrés y Armando López Salinas, Caminando por las Hurdes, un modelo de libro de viajes del realismo social entonces todavía tan en boga.
La entrada en la comarca fue por Caminomorisco, siendo la siguiente etapa Nuñomoral, la principal localidad de las Hurdes, ya en plena Sierra de Gata, situada en un entorno agreste, fragoso, como el nombre de una alquería cercana, Fragosa, que define muy bien al paisaje hurdano. Allí ya se podían ver las construcciones de lajas de pizarra que hoy han desaparecido, en un paisaje rocoso y de escaso arbolado, con pueblos pequeños de caserío oscuro. Después, siguiendo el curso del río Malvellido que serpentea entre montes pelados de bancales, piedras y resaltes de pizarra, estaban las Hurdes profundas; la zona a la que aun no habían llegado las carreteras y donde el aislamiento secular era más evidente. Y es que las Hurdes, siempre mal comunicada, ha atraído a refugiados de todas las causas, de la justicia, de la religión o de la política. No es casual que precisamente en esos días el famoso Eleuterio Sánchez, el Lute, hubiera buscado refugio en alguna de las alquerías en las que vivían quinquis,un grupo del que hoy ya ni se habla. Las Hurdes, una zona se podría decir que más que ignorada, maltratada por la historia, tuvo como consecuencia de su aislamiento en un entorno agreste una intensa endogamia que dio lugar a una población que sufrió los efectos de la consanguinidad y de la escasa y deficiente alimentación debido a una economía casi de subsistencia.
En Martilandran, donde las casas de pizarras se confundían con el paisaje, se repitió la impresión de soledad y abandono que me acompañaba desde Caminomorisco. De allí partía el camino hacia la última etapa, El Gasco, el lugar más alejado al que se llegaba tras atravesar un paisaje salvaje, hermoso y casi virgen, como si el anverso de la pobreza fuera la belleza de una Naturaleza sin doblegar. Después de seguir un camino algo penoso, al doblar un recodo del camino, junto al río Malvellido, rodeado de encinas que prácticamente lo cubrían, estaba El Gasco. Era la localidad más aislada y en la única en la que se podía ver algo de las Hurdes que contaron López Salinas y Ferres en 1960. Allí, en esas pocas casas, pequeñas y aisladas entre montes, en la única calle del pueblo, estrecha como un pasillo, estaban algunos de los tipos que recordaban a los filmados por Luis Buñuel cuatro décadas antes. La última imagen que vi de El Gasco, fue la de un pueblo medio oculto en las sombras de los árboles y del monte. Un lugar, fantasmal, extraño, oscurecido por el atardecer, como si quisiera desaparecer, Igual que un espejismo. El mismo que esas Hurdes felizmente desaparecidas que no han visto los reyes y a la que ya no se puede ir, afortunadamente, a hacer literatura de denuncia.
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