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El poder de la cancelación
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No importa si es una metrópoli de postín, si una urbe más o menos vigorosa o apenas una localidad media o incluso un pueblecillo perdido en la amalgama de horizontes de la Siberia española. Los murales urbanos nos invitan a perdernos por rincones alternos, a menudo contestatarios, que tal vez los urbanautas no sabríamos descubrir sin este aliciente. No es improbable que el turismo los pervierta no sin la complacencia de quienes promueven estos barrios de autor.
Quién nos iba a decir que añoraríamos la dejadez y cierta capa de cochambre genuina en las tediosas ciudades de hoy, que compiten por ser indistintas y cuyos centros históricos se han convertido en relicarios de monumentos para el consumo. Las rutas alternas por los murales nos llevan a redescubrir espacios, pasajes descabalados y subtramas urbanas, allí donde a menudo las ciudades se apelmazan sobre plazas duras, escondrijos casi sin árboles y bloquetones de pisos.
Leo ahora en Jaén Hoy acerca de la llamada Ruta Muralista del Olivar que recubre con sus reclamos aceituneros las calles de Peal de Becerro, en la Sierra de Cazorla. En Jerez, en el Puente de Las Viñas, el artista Pool Tatoo (Samuel Martínez) ha pintado ahora el rostro de una Virgen de la Semana Santa local. Me ha recordado al impactante mural de papel que en Sevilla, en la desastrosa calle San Jacinto de Triana, recubría un edificio de Correos de impronta soviética y que mostraba el llanto a lágrima viva de la Virgen de la Estrella (las lluvias han ajado la obra). En Fuengirola, a la que le debo mis veraneos de zangolotino, me gusta contemplar hoy los murales del artista Kato en los recodos más ahogados donde por fortuna no llega el olor a crema solar y a espeto de sardinas. Este verano recibí fotos del mural que han dedicado a Franco Battiato en Riposto. Se expone sobre el lienzo de una vivienda próxima a la casa natal del sin par artista. La obra muestra tres retratos del hijo pródigo de Sicilia, entre ellos el del niño que aparecía en la portada del disco Fisiognómica y el del joven un poco jipi y con coletita macarra que ilustraba La voce del padrone, el disco inmenso que lo encumbró. Visité su burguesa morada en Milo, donde falleció en 2021, situada a las faldas del Etna (había cúmulos cenicientos en las aceras). Ahora, el aliciente del mural me invita a volver a Sicilia para renovar mi gratitud al inclasificable que tanto creyó en la reencarnación.
En Europa muchas ciudades atesoran su museística al aire libre. En Belfast la ruta muralista de republicanos y lealistas se ofrece como turístico filón que recuerda con pervertida nostalgia los años de los Troubles. Le Corts Juliens concita en Marsella gran número de obras rebosantes de colorido. De Atenas suelen mandarme fotos de los murales más contestatarios que recubren el barrio anarquista de Exarchia (ideal para una novela del comisario Jaritos de Petros Márkaris). En Estambul, en la zona asiática de Kadiköy (antigua Calcedonia), por las calles de Yeldegirmeni el arte urbano acoge varias obras del proyecto Mural Istanbul. En Fene (La Coruña), una violonchelista recubre un edificio y todo el mural se funde en la propia estructura del inmueble que, al iluminarse sus ventanas por la noche, le dan al mástil del violonchelo su particular efecto lumínico. La plataforma Street Art Cities suele hacer su listado de mejores murales del mundo y este trabajo en Fene, realizado por Shfir, es uno de ellos.
No hace mucho en Belgrado, asomado al puente Branko, sobre el río Sava que da al Danubio, me quedé observando el precioso mural blanquinegro, entre el decó y lo prerrafaelita, que recubre el lateral de un edificio, sobre el que asomaba la cúpula bulbeiforme de la iglesia ortodoxa de San Miguel. Me entretuve también, en la urbe del brutalismo, contemplando en los mismos bajos del puente el otro mural que en forma de largo friso recreaba la bandera serbia con tachones sobre los símbolos de la UE y de la OTAN (nadie olvida los bombardeos ilegales sobre Belgrado que dieron falso carpetazo en 1999 a la guerra de Kosovo).
Cuando regreso a Mostar, en Bosnia, suelo dejar al margen las postales idílicas del puente otomano sobre el Neretva y prefiero acudir, en la ciudad donde aún hoy croatas y bosnios musulmanes se dan la espalda, al reclamo de los grafitis que recubren sus muros con los colores rotundos del FK Velez, el equipo de fútbol de los bosnios musulmanes (el HSK Zrinjski, donde jugó Modric, desata las pasiones opuestas en la acera bosniocroata).
Hay quien dice que recordar es una segunda piel. El tatoo urbano, si uno se deja llevar, puede ser un grato añadido.
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