Luis G. Chacón Martín

No hay que trabajar, hay que producir

La tribuna

7646751 2024-07-10
No hay que trabajar, hay que producir

10 de julio 2024 - 03:09

Vuelve la burra al trigo con el debate eterno sobre la reducción de la jornada laboral y retorna, como siempre, sin atender el fondo de la cuestión. Porque no se trata de que el Gobierno, como pretende la señora Díaz, imponga un número de horas semanales, sin atender a razones y despreciando la realidad de nuestra economía y de nuestro tejido productivo, plagado de Pymes y Micropymes, amén de autónomos, ni tampoco de abogar por un stajanovismo obsoleto, más propio del capitalismo sin corazón que tan bien retrató Dickens en sus novelas, sino de que el tiempo que dediquemos al trabajo sea eficiente en su desarrollo y productivo en sus resultados.

Entender el trabajo como el mero cómputo de horas presenciales llevaría a las empresas a tener que abonar un salario a sus trabajadores por fichar a la entrada y a la salida. Hacer del esfuerzo un valor en sí mismo nos convierte en meros remedos de Sísifo, rey de Éfira, condenado por los dioses a empujar una pesada piedra por una empinada ladera con el único fin de que cayera para volverla a subir hasta la cumbre. Quizá porque nuestra cultura judeocristiana nos graba a fuego la maldición divina del Génesis, son demasiados los que defienden que el trabajo es ganar el pan con el sudor de la frente y si recordamos el viejo chiste anarcoide, los capitalistas serían quienes han reinterpretado el mandato divino y ganan el pan con el sudor del de enfrente.

Entre ambas caricaturas se mueve este debate. Para la izquierda, los empresarios siguen siendo esos señores orondos de chaqué y chistera que se fuman un habano mientras sus pobres trabajadores mueren de hambre, tan habituales en los chistes de hace un siglo. Otros, en cambio, los obsesos del trabajo que ahora llaman workalcoholics, abogan por vivir exclusivamente por y para el trabajo. Y si una actitud es profundamente estúpida, la otra no deja también de serlo.

Del mismo modo que un capitalista invierte su patrimonio con la intención de obtener la máxima rentabilidad, cada trabajador aporta sus capacidades físicas e intelectuales con la única idea de conseguir los mayores ingresos posibles. Pero trabajar por trabajar es algo que repele a cualquiera. Distinto es que todos ambicionemos obtener una remuneración económica que nos proporcione sustento, y libertad para acceder a todos los placeres que significan disfrutar de la vida. Pero si el resultado obtenido es inferior al afán invertido, no merece la pena esforzarse. El único objetivo racional para trabajador y empresa debe ser el de obtener el máximo beneficio a cambio del menor de los esfuerzos. El trabajo sólo debería ser el medio para conseguir resultados.

La evolución humana no es más que una sustitución de la fuerza física por la inteligencia, del músculo por el cerebro, el más poderoso de los músculos. Nunca se trata de trabajar más, sino de producir más riqueza y concretarlo en el menor tiempo posible. Los días tienen veinticuatro horas y parece ridículo dedicar la mayoría de ellas a ganar dinero si después no tenemos tiempo para disfrutarlo.

A principios del XIX las fábricas recibían a diario a miles de hombres, mujeres y, no lo olvidemos, niños que durante largas jornadas de doce o catorce horas se deslomaban casi sin descanso. Los británicos, por puro sentido común, dieron paso a la llamada semana inglesa que primero recuperaba el domingo y posteriormente ampliaba el descanso a la tarde del sábado. El famoso weekend de nuestros abuelos que en España sólo empezó a disfrutarse en el tardofraquismo. Después –gracias a la presión sindical, a la influencia moral de las Iglesias Cristianas, al sentido del beneficio de los empresarios y al interés político de los gobernantes– se consiguió la semana de cuarenta horas y la vieja idea de repartir el día en tres partes iguales dedicadas al trabajo, el descanso y el ocio y la cultura, se convirtió en una norma mayoritariamente aceptada.

Pero, siempre, la reducción del tiempo efectivo de trabajo ha sido efecto del aumento de la productividad y del crecimiento económico. La ley de los rendimientos decrecientes que el gaditano Lucio Junio Moderato, conocido por Columela, ya intuyó en su Res rustica, tratado que versaba sobre la agricultura y la explotación agraria, está detrás de todo este asunto. Conforme aumenta el tiempo de trabajo, la productividad se reduce.

Por ese motivo, el desarrollo tecnológico ha sido más determinante en la continua mejora de las condiciones de trabajo que la propia presión social. Y con él, la educación y la sanidad pública, las mejores inversiones de futuro que puede acometer un país. Una sociedad formada y sana es más eficiente y por tanto tiene capacidad para crear mayor valor añadido.

En esa línea, ya en 2010, la New Economics Foundation proponía en su publicación “21 horas: ¿Por qué una semana laboral más corta puede ayudarnos a todos a prosperar en el siglo XXI?” como en el futuro se seguirá ampliando la reducción de las horas de trabajo. Porque lo importante no es cuánto tiempo se trabaja sino cuánto somos capaces de producir. Y cuanto menor sea el esfuerzo dedicado, más eficientes seremos. Pero aquí seguimos en debates decimonónicos lanzando consignas obsoletas y perdiendo el tiempo mientras la productividad sigue cayendo.

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