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En un rincón de la ladera del monte Gibralfaro en Málaga existe un jardín submarino. En realidad es un cementerio que huele a espuma de olas. Y los naranjos, almendros y acacias desprenden un sorprendente aroma de algas. Es el cementerio inglés en el que descansa –o sueña– Gerald Brenan, el hispanista de los hispanistas.
En este hermoso jardín de la muerte algunas tumbas están decoradas con conchas y el sueño de los difuntos parece acunado por el rumor del Mediterráneo. Allí están Robert Boyd, el joven liberal irlandés que fue fusilado junto al general Torrijos por orden de Fernando VII, o nuestro Jorge Guillén que eligió la belleza de un cementerio protestante para su descanso. Junto a Gerald Brenan está su esposa, la poeta norteamericana Gamel Woolsey, autora de Málaga en llamas, un libro de memorias fundamental para entender cómo fue la Guerra Civil en la ciudad.
En ese camposanto marino, Brenan indica dónde apunta la brújula de su corazón, al Sur del Sur. Ahora acaba de editarse otro de sus libros que sirve para conocernos mejor: La literatura del pueblo español. Una obra destinada al lector anglosajón, pero que, sin embargo, nos devuelve el mejor retrato posible sobre nosotros mismos. Se publicó en Inglaterra en 1951 y en castellano lo hizo en 1958 gracias a la traducción que el político Miguel de Amilibia hizo para la editorial Losada desde su exilio en Argentina. Aunque Brenan había residido en Andalucía (Yegen en Granada o Churriana en Málaga), esta obra fue censurada por la dictadura y no vería la luz en España hasta 1984.
Ahora la Casa Gerald Brenan de Málaga impulsa el rescate de la biblioteca del autor con la complicidad de la editorial sevillana Renacimiento. Y el resultado es una edición espléndida con estudios introductorios del escritor Alfredo Taján, también director de la Casa Brenan, y de Carlos Pranger, especialista en la obra del hispanista.
La literatura del pueblo español es un compendio fabuloso de nuestra historia libresca. La clarividencia y agudeza de Gerald Brenan nos sorprende porque es un libro sin prejuicios y dotado de una frescura que lo hace singular. El viaje que propone Brenan por nuestra literatura se convierte en un recorrido extravagante donde relaciona a Santa Teresa de Jesús con Michael de Montaigne; a Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, con Geoffrey Chaucer y sus Cuentos de Canterbury; y a Góngora con el Joyce de Finnegans Wake por compartir el mismo delirio de lírica enigmática.
Repasar estas páginas de nuestra galería de clásicos nos hace repensar y dinamitar el canon. Brenan baja a las figuras históricas del pedestal y con el desparpajo de su prosa nos anima a conversar despreocupadamente con las sombras graves de nuestro panteón de ilustres. Y es como si nos invitara a contemplar por el lado hechizante y lisérgico lo que hemos fosilizado. Brenan mira de reojo, desde el perfil en el que los inmortales pierden la perspectiva y nos observan del natural.
“Elegí España porque pensé que era un país hermoso y barato”, confesó Gerald Brenan. Y eligió el Sur para descubrir un paraíso que también escondía muchos infiernos. Se retiró del mundanal ruido –como nuestro fray Luis de León– en Yegen, en la Alpujarra granadina. Allí se entregó a la escritura de incendiado misticismo de una biografía de Santa Teresa. Y en esa apartada aldea de España, donde aún no llegaban ni el ferrocarril ni el automóvil, recibió a sus amigos del Círculo de Bloomsbury.
Brenan recibió las visitas de Leonard y Virginia Woolf, de Bertrand Russell y del extraño triángulo amoroso formado por Dora Carrington, Lytton Strachey y Ralph Partridge. Strachey describirá este viaje por las Alpujarras como el de un auténtico viaje a los infiernos. Ese lugar terrible es la España de los años veinte y treinta, la misma que estaba viviendo la revolución cultural de la Edad de Plata, aunque aquellos jóvenes del Círculo de Bloomsbury sólo vieran la versión más salvaje de aquel paraíso de higueras y olivares. Todo eso que sí supo ver Gerald Brenan para perderse en el laberinto español.
Brenan murió en 1987 y donó su cuerpo a la Facultad de Medicina de Málaga. Nadie se atrevió a usar su cuerpo para disecciones anatómicas y permaneció bañado en formol durante varios años hasta que sus restos se trasladaron al cementerio inglés donde hacía años que lo esperaba Gamel Woolsey. Ahora conversa con Cervantes, Góngora y Santa Teresa mientras oyen con atención Antonio Machado y Unamuno. Sin que ni las olas perturben el dulce sueño de los muertos.
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