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Quienes amamos la lectura, ¡esa práctica tan inusual!, sentimos una gran tristeza cuando una librería se cierra. Puede parecer exagerado, pero percibimos que algo de nosotros mismos se nos va, sobre todo si se trata del establecimiento que hemos visitado durante años: el mismo en el que hemos retenido nuestra mirada, mientras las manos recorrían las páginas del libro que, previamente, habíamos sustraído a su correspondiente anaquel.
En medio de este panorama, algunos libreros de oficio han logrado subsistir con éxito en sus respectivas provincias, resistiendo y dignificando a la vez una profesión tan estrechamente vinculada a nuestra vida. Los ejemplos son muchos. Básteme aquí con recordar el caso de Juan Manuel, recientemente jubilado, y su librería Manuel de Falla, muy unida a quien esto escribe y todo un hito de la cultura del libro gaditana.
Son malos tiempos para la lectura, máxime en un país como el nuestro poco dado a ella. El problema se agiganta cuando se percibe que esta carencia estará lejos de subsanarse en los años venideros; tal vez, no lo haga ya nunca. Nuestros jóvenes, los futuros adultos, apenas leen. Los esfuerzos se dirigen ahora hacia los pequeños, esperando que sean ellos quienes en un futuro cambien las tornas. Bueno será si, durante la adolescencia, logran vencer la poderosa atracción del móvil.
Lo visual se ha metido tanto en sus vidas, que solo con dificultad puede la mayoría de las personas leer uno o dos párrafos con provecho. Rara vez sabe entender lo que han leído y menos hacer un resumen o una reflexión sobre su contenido. Se funciona generalmente a base de slogans, cabeceras de noticias y píldoras informativas. El futuro de la lectura no está en absoluto asegurado y menos aún cuando se trata del papel. Ya no se ven en los medios de transporte viajeros con un libro o un periódico en las manos. Tampoco es que lo hayan sustituido por el libro electrónico o el periódico digital. Son enviciados consumidores del móvil, que, si acaso, repasan titulares a la velocidad que les permiten sus dedos. Quedará, eso sí, un exiguo remanente de frikis o de personas mayores, esperemos que amplio, entregados aún a la lectura con pasión. Pero los lectores en su conjunto estamos llamados a ser una especie a extinguir.
En contraste con todo esto, existe hoy en día una ebullición de la novela, algo menos del ensayo. Cada vez más personas se lanzan a probar sus habilidades en el relato, sea este histórico o puramente literario. Siempre habrá un editor dispuesto a imprimirlo. Cierto es que, salvo honrosas excepciones, las tiradas son cortas, incluso efímeras. Pero, ¿quién podrá sustraerse, con un mínimo de tiempo y deseo, a probar su suerte? Al menos los amigos y familiares se aventurarán a leerle. Atrevida ilusión, pues lo más seguro es que ni estos hagan el esfuerzo, por falta de tiempo, simple desinterés o por aquello de que nadie es profeta en su tierra. Conozco escritores que me reconocen que ni siquiera su cónyuge o sus hijos le leen: en casa del herrero cuchara de palo, que dice el viejo refrán.
Y, sin embargo, qué gozo más grande, qué satisfacción a pesar del esfuerzo realizado, proyectar tu mundo, persona o pensamiento sobre la página en blanco de un ordenador o de un folio. Y contemplar tiempo más tarde tu obra ya acabada. Luego podrá llegar la desilusión al no verla suficientemente difundida, contemplar cuan prontamente desaparece de los expositores de la librería o de la pantalla de las webs anunciadoras. O al comprobar el escaso número de lectores cuya atención has concitado. ¿Poco o nulo interés por la obra que tanto te costó pensar y desarrollar o incapacidad del pequeño editor, ya con otros títulos entre manos, que aceptó publicarla en su día? Y todavía mayor desilusión se suscita al verla al cabo, anónimamente desplazada al montón de libros a dos y tres euros de la librería de viejo o la caseta del libro de ocasión.
Se dirá con razón que esto ha ocurrido siempre, y así es. Mas antes eran proporcionalmente pocos quienes se aventuraban a escribir, y tal vez más quienes esperaban ávidamente la llegada de una obra de interés, confirmadora o atrevida, del autor deseado. Hoy los libros se quintuplican buscando, cuando precisamente van quedando menos, un amable lector que les adopte, y no digamos que les haga sus lectores preferidos. Da pena ver esos escritores firmantes en las ferias del libro, aburridos de esperar que alguien se acerque a ellos con su obra en las manos.
Hoy se publica mucho, pero lo bueno escasea, obvio tributo a tanto escritor aficionado como se prodiga. Aún no sabemos cuánto podrá durar esta situación. Tal vez con el tiempo se depure. De momento, bástenos con la paradoja: mientras la lectura es destronada, son más quienes se aventuran a probar suerte y verse ellos destronados también, si es que alguna vez llegaron a ser reyes.
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