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La prensa del verano nos cuenta que el destino a Chernóbil figura al alza y cuenta con paquetes turísticos diseñados por agencias del ramo. A su manera, el morbo, antítesis de la curiosidad virtuosa, alcanza sus propios niveles de radioactividad. La emisión de la serie de HBO sobre el desastre de la central nuclear ucraniana (26 de abril de 1986) ha activado el interés por aquel desolado diorama.
Las visitas a Chernóbil han ido degradándose, desde científicos al desconsuelo de los afectados, pasando por los frívolos circuitos turísticos de hoy. Cuenta el fotógrafo canadiense David McMillan, autor de un libro sobre la hecatombe, que los primeros en visitar la ciudad radioactiva fueron sus propios habitantes, quienes tuvieron que abandonar sus hogares, su trabajo, su vida. Entre Prípiat y Chernóbil se conserva como una inmensa tramoya de rutina congelada, de museo de cera infecta.
Viviendas, entornos fabriles, parques con tiovivos, edificios públicos, tiendas, escuelas y sanatorios; toda una expresión de vida cotidiana o afanosa, pero cuyas escenas de interior, con su moblaje, su desvalido ajuar y su aire a desahucio brutal, han permanecido casi intactas desde que sirenas y altavoces ordenaran la evacuación inmediata. Se habla ahora de Chernóbil, la tétrica Disneylandia. Mucho antes la premio Nobel Svetlana Alexiévich denunció la tetricidad del silencio que se impuso sobre la catástrofe (Voces de Chernóbil).
McMillan lleva más de 25 años tomando imágenes del escenario. Hoy por hoy, como decíamos, pasean por allí turistas de variada laya. No faltan, como él mismo cuenta, ciertos hinchas de fútbol, como los escoceses que aprovecharon algún partido de liga europea en Kiev para acercarse, ataviados con sus singulares faldas, al inmenso circo vacío de Chernóbil.
Precisamente en universidades escocesas es en donde en 1996 se acuñó el término dark tourism (turismo oscuro) por parte de los profesores John Lennon y Malcom Foley. Ambos ya constataron que el atractivo por el turismo oscuro no obedece al bajo interés que hoy incita a la gente a conocer in situ las grandes conmociones y catástrofes del mundo.
Al parecer, ya en la propia batalla de Waterloo algunas colinas con perfecta visión del cuadro se pusieron a disposición de las clases nobles para que pudieran contemplar el reguero de pólvora y sangre de la contienda como si fuera el juego de mesa del Risk. Y, también, al día siguiente de producirse la batalla de Manassas, pero en la Guerra de Secesión norteamericana, hubo quienes convirtieron aquel moridero (sin duda pensando en el espíritu de los padres pioneros) en un mercadillo comercial para visitantes.
Para explicar el fenómeno el profesor Seaton prefiere usar el término tanaturismo. Sea como sea, los turistas oscuros proliferan en todo lugar, en todo escenario donde el crimen, la guerra cainita o la fatalidad han creado una logística, una interpretación teatral en torno a la muerte de los otros. Puede que tenga razón otro experto en la tendencia, Peter Stone, cuando dice que la deficiencia de la sociedad actual es la muerte, puesto que se haya profesionalizada, en manos de médicos y batas blancas. La realidad social de la muerte se vuelve invisible o aséptica más allá del entierro o la incineración de quien inicia su incierto viaje al país de los colegas extranjeros: los muertos.
Añade Stone que la muerte es hoy la gran atracción. Pero no estamos de acuerdo cuando dice que en los siniestros campos de Camboya, en algunos reclamos de Sarajevo o en el museo del genocidio en Ruanda, lo que el turista oscuro halla es su propio sentido de la mortalidad a través de la muerte de los otros. Uno cree que el visitante que llega a estos destinos lo hace movido no tanto para reflexionar sobre la existencia como por un cultivo de perversión deleitosa, de la que nadie está ajeno en mayor o menor medida.
Ya dimos cuenta aquí en su día de los idiotas que se hacen selfies en Auschwitz o posan con morisquetas de horror en los crematorios. Damos por descartados a estos necios. Pero, pensando en turistas más educados, uno duda de que en Bosnia el actual Hostal War de Sarajevo (con su relectura física de los penosos años de asedio), o que la Avenida de los Francotiradores (la Aleja snajpera) o que el luctuoso mercado de Markale le haga evocar al visitante su propia muerte. Tal vez participa del lugar, pero no tiene conciencia alguna de lugar. El túmulo debido al recuerdo ha dado pie a su relectura, a su degradante divulgación.
Al parecer, el dueño del Hostal War de Sarajevo recibe a los turistas con uniforme militar y casco. En el turismo oscuro hay demanda porque primero hay oferta y no al revés. No es del todo diferente al turismo de frontera entre Estados Unidos y México. Ahora se ofrece hacer sentir a quien lo quiera que está detenido por ser un inmigrante ilegal en la era Trump.
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