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Cuenta el académico José María Merino que cuando ingresó en la RAE le admiraba el continuo hervor de las palabras: los nuevos vocablos que engrosaban el Diccionario, los términos que caían en desuso, los cambios de significados que se producían con el tiempo y, supongo, observaría también el abundante e ilegítimo uso que en el lenguaje oficial obligatorio del poder se hace del oxímoron.
Existen términos moralmente neutros que nuestros políticos progresistas han convertido justo en lo contrario de su significado original y correcto, de tal manera que, al menos en España, el discurso partidario rebosa de arbitrarias contradicciones; así, por ejemplo, cuando sistemáticamente conceptos reaccionarios como "nacionalismo", "ecologismo" dogmático (no hablo del sano conservacionismo) o la maniaca "ideología de género" ("ellos, ellas, elles") se hacen sinónimos de izquierda y progreso. Pero vayamos a cuestiones más serias que la politiquería vigente; vayamos a cuestiones de pensamiento y moral.
No hay sociedad posible sin valores éticos comunes, algo que salta a la vista desde la más antigua y lejana protohistoria. En la Grecia homérica de la guerra de Troya, cuna de la civilización occidental por mucho que les pese a las universidades corroídas por la corrección política, existían tres virtudes de alto rango: el valor en el combate, la lealtad hacia los amigos y el respeto a los ancianos. En nuestras sociedades contemporáneas a los ancianos ya no les hace caso nadie, la lealtad es incompatible con el mundo de la política y la valentía ha pasado a ser sinónimo de fascismo. Hoy, mencionar tales valores como atributos de la moral social sería considerado un provocativo oxímoron, una ilegítima unión de conceptos incompatibles.
Mas en los pilares de Occidente también se encuentra la piedra angular de lo cristiano con valores propios que en nada chocan con los heredados del helenismo y que dieron a la cultura occidental su carácter civilizatorio. Virtudes sociales enumeradas por los antiguos catecismos: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Sin embargo, Europa ha expulsado al Dios cristiano sustituido ahora por un nihilismo y un relativismo opuestos a los antiguos valores: frente a la prudencia, la loca sociedad del espectáculo; frente a la justicia, el aplastamiento del individuo por la soberanía del número; frente a la valentía (fortaleza) la cobarde indiferencia y frente a la templanza, un frenético capitalismo consumista. No está lejos el día en que la expresión "Occidente civilizador" pase a ser mostrada como ejemplo de oxímoron por la RAE; de hecho, hace tiempo que en Europa, con España a la cabeza, se nos viene enseñando la maldad congénita occidental destructora de las demás culturas del mudo. Naturalmente, todo este nuevo lenguaje trae consigo nuevas contradicciones y problemas a nuestra manera de entender la democracia.
Enseñaba Pitágoras que "la igualdad genera amistad"; aunque después Platón, tanto en La República como en Las Leyes matizara que sí, pero que esa amistad sólo se daba entre los que ya eran iguales. Un problema serio para la convivencia democrática, pues como señala Roberto Calasso en El cazador celeste, la democracia debe estar por fuerza montada sobre la idea de igualdad, cosa imposible si esa igualdad únicamente cabe entre "los amigos", los que ya eran amigos de antemano. Una aporía de la que sólo podemos salvar a la democracia dejando obrar a la naturaleza. O sea, siempre que "los desiguales" se comporten con entera libertad desigualmente. Dicho de otra forma más explícita: supuesta la igualdad legal y de oportunidades, conceptos irrenunciables de antemano puesto que la libertad es un bien en sí mismo, sin cerrar la puerta a nadie, por la fuerza de las cosas los más capacitados, las élites, los más ilustrados, los aristói (nada que ver con la nobleza heredada) se volcarán hacia los asuntos de la cosa pública, mientras el resto, por propia y libre voluntad, se dedicará a lo suyo manteniendo siempre la última palabra ante las urnas. No se trata, pues, de una propuesta de regreso a cualquier forma de sufragio censitario; se trata de -sin tocar una coma del sufragio universal- no forzar voluntades hacia polémicas y odios artificialmente creados. Un nuevo paradigma virtuoso capaz de resolver las contradicciones surgidas en la democracia del siglo XXI poniendo así fin a la pavorosa hiperpolitización que sufre el oxímoron viviente en que se ha convertido España.
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