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Qué es la Verdad? La famosa pregunta de Pilatos quedó sin respuesta cuando más falta hacía, llenando el futuro de infinitos puntos suspensivos. Tal vez sea esta una pregunta primordial que sólo encuentre respuesta en la Fe, aunque, aparte de satisfacer legítimamente a los creyentes, tranquiliza también a las conciencias poco escrutadoras y eso funciona porque, en general, la gente no quiere meterse en líos buscando verdades, salvo algún que otro filósofo improductivo, intelectuales desocupados o periodistas impertinentes.
La falta de respuesta a esa pregunta clave dio lugar a que, en adelante, la verdad fuera ya para siempre algo ambiguo, interpretable y acomodaticio. Las verdades, desde entonces, han sido, pues, medias verdades, y con ellas las sociedades van tirando porque las necesitamos como las casas necesitan pilares para sostenerse, aunque algunos de ellos estén minados por la aluminosis. Preferible es mantener los pilares en pie, aún debilitados, que demolerlos, porque entonces es el edificio el que se nos derrumba. Y cuando una casa se derrumba se caen con ella unos espacios que han estado llenos de vida, pero sobre todo de identidades.
Las sociedades plurales de las ciudades libres se caracterizan por una saludable confrontación de opiniones, a veces extremas y antitéticas. Pero por mucha confrontación que se escenifique, las ciudades, a base de medias verdades, se han fabricado unos fundamentos cívicos, un pasado histórico, unos personajes, unos mitos, unos tópicos… que son, en definitiva, los pilares del gran edificio social en el que nos sentimos seguros y cobijados. A veces me pregunto qué sería de nosotros, los malagueños, sin ese vínculo que, postmortem, ha ligado a la ciudad con las medias verdades de Picasso, por ejemplo. Esas medias verdades, una vez cocinadas, pasan a ser Verdades Absolutas y con ellas no caben discrepancias, porque cuestionarlas sería poco menos que minar los cimientos de la Ciudad, que es un modelo de identidad, todo lo amañado y falso que se quiera, pero…¡es el nuestro!
De esta forma, las ciudades -y los estados y los países- son en gran medida falsedades convertidas en verdades porque el tiempo así las ha consolidado. Somos tal y como en las historias de la Historia hemos salido retratados, y ya sabemos que es muy difícil cambiar las leyendas que esos retratos transmiten. Cuando era niño, en un colegio de Madrid me castigaron por revolverme contra un profesor de Geografía que describió a Málaga delante de todos como una ciudad pobre, sucia y maloliente -según la imagen oficial-, lo que seguramente era verdad en la medida en que España tenía entonces muchas ciudades pobres, sucias y malolientes, pero no era cosa de que me tocaran las narices sólo a mí.
Por aquellos tiempos se estaban ya fabricando las medias verdades de la fulgurante Andalucía y su Costa del Sol de la que tanto provecho obtuvimos, aunque se basara en el obsequioso ofrecimiento de nuestra pobreza disimulada por la quincalla castiza. Pero fue desde la llegada de la democracia hasta la brillante eclosión de nuestros días cuando la ciudad de Málaga fue creciendo paulatina y gloriosamente sobre verdades sólidamente arraigadas en las intrínsecas mentiras que comporta esencialmente la industria del turismo. No vean rastro de ironía ni contradicciones en estas palabras. El turismo, del que comemos, vivimos y en el que de un modo u otro trabajamos todos, consiste en resaltar nuestros valores patrimoniales y en sacarle mucho partido al sol. Pero su gran invento consiste en hacer fascinante la normalidad de lo cotidiano mediante el uso sistemático de una historia inventada. En el turismo, como en el cine, todo es un conjunto de falsedades que transmite al espectador una verdad, y si esa verdad sirve para subir un poco el PIB local, pues estupendo. Me apunto, pues, a los que piensan que, a partir de las secuelas del turismo -Cultura, Innovación, Emprendimiento y todo el catálogo de la economía globalizada- Málaga ha logrado el milagro de subvertir su imagen de despreciada ciudad periférica a motor económico de Andalucía, una marmita donde bulle una pócima de energía urbana que certifica la Verdad Absoluta de ser la ciudad española con mayor calidad de vida según sus paisanos. Ni dos palabras más.
Ahora bien, no hay por qué matar a los filósofos improductivos, a los intelectuales desocupados ni a los periodistas impertinentes que se empeñan en mirar lo que hay debajo de su permanente alfombra roja. A veces, bajo numerosas capas de polvo apelmazado, las ciudades esconden algunas decepcionantes verdades "no oficiales". Su descubrimiento no tiene ningún resultado práctico, pero al menos nos permite dejar claro que si la ciudad ignora esas verdades es porque nos conviene, no porque todos los ciudadanos nos hayamos vuelto tontos de repente.
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