Pregón íntegro de Mariló Montero para la Goyesca de Ronda 2023
La periodista y presentadora resalta en su pregón de la Goyesca el papel de la mujer en el mundo del toro
Feria de Ronda: La pregonera Mariló Montero defiende el papel de la mujer en la tauromaquia
Morante, Manzanares y Roca Rey, cartel de la Goyesca de Ronda
La primera vez en mi vida que tuve a un toro, frente a frente, estaba a un palmo de mí. Mi madre me había hecho dos largas trenzas y me había vestido con un pichi de cuadros azules y blancos. Mis ojos, más negros que los del animal, se abrían pasmados e inocentes. Ahí tenía a ese toro tartésico ante mi figura menuda. Con tan sólo hacer el gesto de extender el brazo podía tocarle la testuz y sentir que su capa era de un pelaje adusto, seco y negro. Lo miré a los ojos, sin parpadear. Mi sangre corría veloz, como en un encierro. No tuve miedo. Aquel toro tenía los ojos verdes, y esa imagen no se me ha borrado en toda mi vida. Verdes brillantes, como las frías aguas del río Ega por su follaje denso. Un toro con los ojos verdes… La impresión que me causó el hallazgo sólo es comparable a la satisfacción que me produjo conocer que el ilustre poeta sevillano, Fernando Villalón, tenía esa misma ilusión: crear una ganadería de toros con los ojos verdes. Y se arruinó persiguiendo su sueño.
La primera vez en mi vida que tuve un toro, frente a frente, estaba a un palmo de mí y yacía en el suelo del matadero que administraba mi padre. Era una tarde de agosto, durante las Fiestas de Estella. Mi padre me llevó a la plaza de toros en el camión encargado de transportar a las reses tras la lidia. Mientras el público aplaude, agita sus pañuelos pidiendo la oreja y el torero da la vuelta al ruedo celebrando el triunfo, un camión se lleva a los toros sacrificados al matadero para destinar su carne al consumo humano. Es una parte menos poética, pero justifica los auténticos sentidos de la tauromaquia. Cuando las luces de la plaza se apagaban, a mí esos ojos verdes me iluminaron la puerta grande de una pasión que me trae hoy, otra vez a Ronda: los toros.
Bajo la puerta grande que me abrieron esos ojos verdes, ahora, al escribir este Pregón de la Goyesca de Ronda, he descubierto otra nueva inmensidad: en la valiente hazaña de la tauromaquia ha habido a lo largo de la historia más de dos mil toreras. El gran desconocimiento popular por las gestas que consiguieron estas mujeres se debe, en gran manera, al veto intencionado de las publicaciones y al desprecio hacia su arte. De las más de 8.600 obras que existen sobre temática taurina y que se guardan en la Biblioteca Nacional, sólo diez se dedican exclusivamente a las mujeres toreras. De los 30 tomos en la última edición de El Cossío, ellas apenas ocupaban 37 páginas, hasta hace poco sólo once y, entonces, José María Cossío defendía que la única modalidad femenina posible era el rejoneo, porque el toreo a pie de las mujeres le parecía inadmisible. También Cúchares enmarcaba la lidia femenina como un “espectáculo de toreras intolerable y repugnante, y para el aficionado no cabe nada más ridículo, andrajoso y repulsivo”.
Por eso, estos próximos minutos pretendo ser, como lo definió un querido amigo y maestro, un viento que despeja dudas y aclara la historia femenina en el mundo del toro. Debo ser útil, y dar fe de cómo, además de lidiar al toro, batallaron contra la peor de las bestias: la censura. Esa parte del toreo que no ha recibido el reconocimiento debido es la que ha escrito, escribe y escribirá la mujer. Y no sólo la mujer que torea, sino cada mujer que ha aportado su impulso para que la tauromaquia sea tan grande y admirable como es. Mujeres toreras, madres y esposas de toreros, por supuesto, pero también mujeres ganaderas, aficionadas, sastras, veterinarias, críticas taurinas, fotógrafas, periodistas, poetas, declamadoras, alguacilillas, cirujanas, enfermeras... Mujeres que participan con idéntica pasión a la de los hombres, en la más viva manifestación de la Fiesta.
Muchos toreros han confesado que no merecería la pena vestirse de luces si no hubiera mujeres en la plaza. Hasta el excepcional Rafael el Gallo lo dijo. Y si en estos momentos yo me limitara a leer una lista con las mujeres que, desde tiempos ancestrales, han toreado, el tiempo del pregón se nos iría por completo. Porque no son cinco, diez o quince. Son cientos y cientos las mujeres que por su pasión rebelde han saltado a la arena y se han puesto delante del animal con formidable arrojo para expresarse, para crear arte. Podría remontarme a la antigua Creta, donde ya en el siglo XIV a. C. tenemos frescos con mujeres que pugnan con el toro. Pero no es necesario irse tan lejos. Vamos a centrarnos en el toreo tal y como lo conocemos y que viene macerándose desde principios del siglo XVIII.
Tengan la certeza de que esta historia que tenemos entre manos es tan deslumbrante, única e irrepetible como el destello que ilumina las faenas en los atardeceres de Ronda.
A mediados del siglo XVII no era nada extraño ver torear a las mujeres; de hecho, era muy común. José Daza cuenta que una dama de alta cuna mandó soltar una becerra en el jardín de su casa y que “ejecutó y desahogó con ella su robusta afición, toreándola con singular gracia y destreza”. Muchas jóvenes novicias, antes de entrar en un convento, solían ir a las corridas de toros y saltar al ruedo para lidiar, y algunas hasta con el hábito puesto. El ejemplo lo tenemos en la monja María de Gaucín, “La Monja Torera”, que dejó el convento para hacerse matadora durante años y que después de cortarse la coleta regresó al claustro.
Se cuenta que: “En el mes de noviembre de 1766, igual que todos los años, don Juan Romero celebra la función de toros en Ronda. Siendo una niña, Mariquilla asiste en calidad de ayudante del médico. Tras una larga tarde de toros, la Monja, no pudo contener su curiosidad. Prestó tanta atención en la faena que realizó don Juan Romero, que Mariquilla, sin pensárselo, se despojó del hábito y decidió esa misma tarde dedicarse al toreo”. Y esto fue en Ronda, aquí, en una de las cunas de este arte.
En la historia aparecen mujeres profesionales: a Nicolasa Escamilla, La Pajuelera, se la posiciona en primer lugar como la torera más importante que se dio en el siglo XVIII. Le apodaron la Pajuelera porque de jovencita vendía en un cuartillo esa mecha impregnada de alcrebite que se usaba para sanear las cubas de vino. Se sabe que toreó en Madrid en 1776, y también en otros muchos puntos de España. Tras una faena en Zaragoza, Francisco de Goya la retrató en uno de sus aguafuertes con esta inscripción: “Valor varonil de la célebre Pajuelera en la plaza de Zaragoza”. José Daza también la vio y contó que Nicolasa Escamilla entraba a la plaza cantando para demostrar que no sentía miedo, a la vez que atraía la atención del toro. Dice Daza: “Se encuentra en el sexo femenino en España tan varoniles y esforzados hechos”. En cambio, había detractores como el Padre Sarmiento que escribió: “Ese fenómeno ha sido la ignominia del devoto femíneo sexo, que tienen adherente la compasión, y la afrenta del indiscreto sexo barbado, que toleró y dio licencia para que saliese al público semejante monstruosidad”.
Afirma Goya: “Valor varonil”. Sostiene Daza: “Tan varoniles hechos”, y espeta Sarmiento: “Ignominia del devoto femíneo”.
¿Qué es el valor?: gran palabra. La palabra valor deriva del latín valere que significa "ser fuerte".
En el sentido más amplio, pues, el valor está conectado a un impulso, a un deseo o interés nuestro.
Disculpen la referencia etimológica, pero la considero determinante para comprender el equilibrio de la participación de las mujeres y hombres toreros en las plazas de toros, por igual.
Y es que el valor no tiene sexo. El valor no depende de nuestra biología ni de las expectativas, estándares o creencias sociales. En efecto, veremos otro valor añadido al hombre, a aquellos toreros que quisieron dar la alternativa o compartir tarde en el ruedo con mujeres toreras, aguantando, ellos también, la avalancha de las críticas. Mencionaremos a Antonio Ordóñez, Juan Belmonte o Curro Romero, entre otros muchos arrojados varones.
En aquellos años, y en los venideros, vamos a encontrar que las pocas crónicas que recogen la faena de una mujer torera suelen referirse a ellas como espectáculos de “mojigangas”, que sería una mezcla de circo, teatro y corrida en sí, “o también despectivamente las calificaban como “toreras cómicas”, “señoritas toreras” o, directamente “marimachos”. A estas toreras se les llegó a llamar “siniestras”, en vez de “diestras”, con toda la carga ofensiva de la expresión. Y finalmente, cuando algunas de ellas demostraron su capacidad plena, se les llegó a prohibir torear. No sólo tuvieron que vencer al toro, sino también a los prejuicios de las sociedades, más peligrosas que todas las astas en puntas.
Pero si las reses no reconocen el sexo de quien les va a lidiar, ni su edad, ¿por qué el silencio o la descalificación contra las mujeres toreras?
¿Qué es el valor? ¿El valor que se les reconoce a los toreros se le pone en duda a las mujeres? ¿Y quién puede menospreciar el valor de Martina García, que llegó a torear con 66 años? Catorce duros dice Benito Pérez Galdós que cobraba por corrida, una cantidad que desde luego no se le pagaría a nadie en el siglo XIX si no lo merecía con creces. Ella, junto a Juana López y a Tomasa Prieto, fueron las últimas en actuar en la antigua plaza de Madrid de la Puerta de Alcalá. ¿Por qué no se recuerda eso? Hablamos de hitos que explican la historia de la tauromaquia. Qué hay entonces del valor de Francisca Coloma, Ramona Castells, Josefa García y Josefa de Cedrillas, que formaron cuadrilla en 1839, o de Angelita Pagés, Francisca Pagés, Julia Carrasco, Justa Simón, Encarnación Simón, Isabel Jerro, o Dolores Pretil, conocidas como las Noyas, Señoritas Toreras Catalanas que gozaban de una formidable popularidad por su rigurosa profesionalidad con la que afrontaban con inteligencia, técnica y valor cada lidia, y siendo adolescentes. Fue la primera cuadrilla formada por completo por mujeres.
Escuchen estos versos ofensivos, carentes de comprensión ni empatía:
En vez de dedicarse a planchadora
O hacerse lavandera
Se dedicó al toreo esta señora
Y, al fin, se hizo torera.
Cada cual tiene un gusto diferente
Y así vamos tirando:
Pero yo lo que opino es, francamente,
Que estaría mejor Lola fregando.
Este poema que escribió el crítico taurino Ángel Caamaño, El Barquero, se lo dedicó a La Fragosa, una mujer torera que se hizo célebre por su valor en los ruedos, algo que le acarreó diversas cogidas. La Fragosa, Dolores Sánchez, de niña trabajaba como costurera en varias tiendas de la ciudad y eso le permitió tener amistades que eran grandes aficionados a los toros. Así que acudía con ellos a ganaderías, presenciaba corridas y tan manifiesta era su afición que llegaron a invitarle a pedir las llaves en Jerez y Sanlúcar de Barrameda. La primera vez que salió a un ruedo con público fue 1885, en la plaza de Constantina de Sevilla, a partir de ahí recorrió casi todos los cosos de España.
Pero, como si se enfrentara a pocos desafíos, esta mujer además se negó a torear con falda. Hasta entonces debían hacerlo con prendas imprecisas para la pelea, tal y como lo inmortalizó el pintor francés Gustavo Doré, quien dibujó a la mejor torera del último tercio del siglo XIX, a Teresa Bolsí, que se plantaba ante los toros con un vestido de volantes hasta la rodilla. Los moralistas se escandalizaban más aún cuando el novillo la volteaba dejando al aire sus piernas y más allá. La Fragosa fue la primera en empezar a vestirse con una especie de taleguilla y se armaba con una cuadrilla de hombres en vez de mujeres. El Cossío afirma que el 21 de junio de 1886 se mostró como torera valiente en aquella tarde del Puente de Vallecas junto a La Espartera, en la que cortaron dos orejas y hasta que no culminaron la faena con gran éxito no fueron a la enfermería para curar sus heridas.
Y llegó la primera prohibición de principio del siglo XX. Bajo el Gobierno de Antonio Maura, el ministro de Gobernación Juan de la Cierva del 2 de julio de 1908 promulgó una Real Orden que prohibía torear a pie a las mujeres en España. Argumentaba: “Constituye un espectáculo impropio y opuesto a la cultura y a todo sentimiento delicado que en ningún caso deben las autoridades gubernativas permitir su celebración como acto que ofende a la moral y buenas costumbres…”. Concluye el texto con que “SM el Rey Alfonso XIII, haciendo uso de sus facultades, no autorice en lo sucesivo función o corrida de toros en que éstos hayan de ser lidiados por mujeres”. Todas las toreras que estaban en activo tuvieron que abandonar su forma de expresión en los ruedos y verse relegadas a sus quehaceres domésticos. Otras cruzaron el charco para poder torear libremente en América.
A Salomé Rodríguez, La Reverte, esta prohibición le pilló, como a otras muchas, en el corazón del exitoso desarrollo de su carrera. Ella interpuso un recurso contencioso administrativo contra la Real Orden que le fue denegada. La Reverte destaca, en la poca historia publicada, porque le gustaban los toros desde niña. Aunque hay quien escribe que era muy bella y que lucía una larga melena, lo cierto es que otras publicaciones enfatizan que tenía un complexión fuerte, un porte poco elegante, y que hasta fuera de la plaza vestía con pantalones y camisa, algo muy inusual entre las mujeres de esa época. En una ocasión, siendo una niña, un hombre quiso propasarse con ella y se defendió con una patada tan fuerte que le partió el fémur. La Reverte, decíamos, desarrollaba con mucho éxito su carrera: hasta Ángel Caamaño escribió una columna en El Heraldo de Madrid: “Ha sido más valiente que muchos hombres; ha estoqueado toros grandes; ha corrido y saltado la barrera; y ha puesto banderillas”.
En pleno éxito, como digo, llegó la prohibición, pero La Reverte se negaba a dejar de torear. Como se vestía con taleguilla y chaquetilla, decidió cambiarse el nombre y se hizo llamar Agustín Rodríguez. Se escribe que fue la primera transexual de las plazas. Actuó con Lagartijo y Machaquito. Las riadas de rumores eran habituales correntías por las calles de España que se obcecaban en encontrar su auténtica identidad, su auténtica sexualidad. Pero al final la reconocieron y no se lo permitieron. Aquella chica, con poca delicadeza a la que llamaban “María Macho”, fue corneada cuando lidiaba como Agustín, y el médico que la intervino en la enfermería certificó que se trataba de una mujer, y valiente. Tuvo que esperar a 1934, cuando se le volvió a permitir pisar la arena, para trenzar otra vez el paseíllo: tenía más de 55 años.
Juanita Cruz prefería que le llamaran torero porque, como su esposo Rafael García Antón escribió en su biografía: “Un toro no sabe si el que se pone delante es hombre o mujer. Al toro hay que poderle y dominarlo, y luego hacer arte con la capa y la muleta. Y Juanita era un torero de los pies a la cabeza y por eso le declararon la guerra los mismos toreros españoles”. Ya entonces, este hombre valiente, García Antón, argumentaba que una mujer podía ser torera, o torero; decía: “es lo mismo cirujana o cirujano, médica o médico, ministra o ministro, aviadora, paracaidista, diputada, et, etc. Para torear lo que hace falta es tener valor o la decisión suficiente, sentir el arte del toreo en profundidad y saberlo interpretar… Por ello a Juanita no le gustaba que le calificaran como “La Reina del toreo”, “Emperatriz” o “Juanita Terremoto”.
Ella sí consiguió retorcer el pulso a las represivas leyes y a toreros que no le permitían que entrara en los sorteos pretendiendo que torease como telonera y sin premios. Muchos toreros se negaban a compartir cartel con ella, pero hubo empresarios que la preferían porque llenaba las plazas más que muchos hombres. Juanita no tenía miedo y lo demostraba de muchas maneras. En una ocasión, en la que recibió dos cornadas en Bogotá, su marido García Antón le regañó y en la enfermería muy desconcertado le preguntó por qué nunca corría hacia el burladero si quedaba desarmada, que para eso precisamente se habían inventado. Ella le contestó: “¿Sabes por qué no corro en el ruedo? Porque soy mujer, y siempre habrá algún gracioso en el tendido que se burle de mí si lo hiciera.” Y así la cogió un toro manso en Bogotá.
Juanita Cruz era una erudita del toreo, y eso gustaba mucho a esa parte del mundo taurino que disfruta charlando durante horas sobre el tema. Pero las semillas del machismo germinaban por los medios de comunicación, que de manera intencionada vetaban escribir sobre sus crónicas o falseaban las glorias. Juanita Cruz lidió cientos de corridas con mucho éxito y consiguió más triunfos que muchos hombres. La premiaron en un total de 53 novilladas con 60 orejas, 13 rabos y una pata. En 1933, compartió cartel con un desconocido Manolete que figuraba de sobresaliente y, “si no se recuerda el resultado de su tarde, sí la de Juanita, que cortó orejas y rabos”. Su ascensión resultó imparable. Maximiliano Clavo en un relato defensivo escribió que sería una indignidad que los novilleros pusieran el veto a Juanita Cruz. “La única forma de “quitarse” de en medio a Juanita Cruz es la de vencerla en los ruedos con las armas nobles del valor y del arte. Exclama Clavo: ¡Ahí, ahí, es donde se pueden ver los hombrecitos”! No fueron los hombrecitos quienes la retiraron de los ruedos, fue la Guerra Civil, y tras desarrollar una brillante carrera en América enfermó. Una vez, después de entrenar, su marido notó que estaba demasiado cansada, más de lo normal. Fueron al médico. Y allí le detectaron una lesión de corazón. El doctor Jaime Merchán le dijo que no podría volver a torear. Pero Juanita Cruz, torera, siguió con su carrera, truncada en España por una nueva injusticia. Su epitafio, en el cementerio de la Almudena de Madrid, dicta así: “A pesar del daño que me hicieron los responsables de la mediocridad del toreo en los años cuarenta y cincuenta, ¡brindo por España!”.
Habría que poner en justo valor las vidas de Mary Gómez la torera cordobesa que tras ser cogida su compañera Alfonsa Quiñones, tuvo que lidiar y estoquear cuatro ejemplares de Francisco Chico, a los que les cortó cuatro orejas y dos rabos. En 1936 el poeta de Andújar Miguel López le dedicó estas rimas:
Tiene Córdoba la bella
en su seno una sultana
una mujer, una estrella,
cuya mirada destella
gracia, valor con la espada.
O a Juana Castro, o La Guerrita, también a Carmen Sánchez, como a Carmen Marín, Leonor Rivera, y La Atarfeña una joven viuda de Miguel Morilla, el Atarfeño, que con 23 años se hizo torera para que su hijo no tuviese que serlo. De ella, Federico García Lorca, entendido y defensor de la Fiesta, escribió unos versos que se mantuvieron inéditos hasta la década de 1980:
Granaína y morena,
ritmo y rango,
aire, clavel y albahaca.
Un fino cuerpo, en la castiza capa,
y en los labios,
los ecos gitanos de un tango.
El amor te hizo torera. Sangre y Arena.
Otra nueva prohibición, ésta a principios de los 40, acabó con la posibilidad del renacimiento de la mujer en el ruedo en España durante décadas. Sólo se permitió que la mujer torease a caballo, y porque uno de los impulsores del nuevo veto era apoderado de una rejoneadora.
El gran nombre de esta nueva travesía en el desierto es el de Conchita Cintrón, llamada La Diosa Rubia. Magnífica torera a caballo llegó a alcanzar las más altas cotas a lomos de sus cabalgaduras, aunque ella siempre dijo que lo que realmente quería era torear a pie. Sólo se pudo realizar en privado, y hasta Juan Belmonte le dijo que tenía unas cualidades impresionantes. José María Cossío y Vicente Zabala Portolés la elogiaron y reivindicaron que le permitieran hacerlo como torera. En España no se le autorizó, por lo que tuvo que crecerse en Europa, América y en el norte de África.
Tenía una férrea preparación y una inagotable afición. A Conchita, cuenta ella, no le interesaba la competencia con los hombres. A ella le gustaban los hombres como compañeros, como amigos, esposo, e hijos… Competir con ellos no le entusiasmaba. En 1984 contó esta anécdota que nos viene muy bien para la ilustración.
Fueron a visitarle dos señoras jóvenes, profesoras norteamericanas, de Nueva York. Ambas eras cultas y apasionadamente “feministas”. Deseaban conocer los problemas que ella había sufrido en el mundo masculino de los toros. Ella sabía que el tema del feminismo era muy importante porque encontraban barreras de “machismo” en todos los ámbitos. Cuenta la Cintrón: “Lamenté no poder colaborar con ellas pues debo lo que he sido, como profesional, al mundo totalmente masculino que conocí. En aquellos tiempos, los feministas eran hombres”.
Conchita Cintrón era torera, culta y buena compañera. Ni escribía con una espada ni toreaba con una pluma: Estos versos se los dedicó a su amigo José González tras morir por una cogida en Portugal.
Ser torero es un traje y una manera de sentir.
Y también – lo he visto- una forma de morir.
Y muriendo -lo he visto- una forma de vivir.
En recuerdos …
En la historia…
He visto cómo “Sombrerito” -así se llamó el astado- mató a “Carnicero”.
Y vimos juntos, José y yo, morir a Balderas entre las astas de “Cobijero”.
¿Qué es torear?... yo no lo sé. Pero tampoco sé, si me lo preguntan, qué es vivir…y mucho menos morir…
Apenas sé que torear es un traje que ciñe al miedo y adorna, con sedas, el alma del torero…es una sonrisa prendida al borde de los labios…es un partir plaza partiéndose la vida, para navegar entre sueños sin la certeza de regresar…
En 1950 Conchita Cintrón había anunciado su despedida. Sin nada que perder, se llevó el toro a los medios, se bajó del caballo y lo toreó de maravilla. En esa última tarde fue arropada por dos valientes, Manolo Vázquez y Antonio Ordóñez. Decidió no estoquear al toro por su gran bravura, y aunque el presidente quiso detenerla, tal fue el clamor popular que no pudieron imponerle ninguna sanción. Se le concedieron dos orejas y el rabo de forma simbólica. Para cuando en 1974 las leyes volvieron a la sensatez su carrera, como la de otras numerosas toreras, ya se había esfumado.
¿A quién le puede parecer, entonces, que el valor de la mujer en la tauromaquia no merece nuestra memoria? ¿Puede alguien igualar la lucha titánica de la alicantina Ángela Hernández durante los años 70? Ella fue la que libró la mayor de las batallas, también, en el coso de los juzgados. Su abogado, José Briones, no le cobró por sus servicios, pero las costas de todos los procesos las tuvo que pagar ella trabajando en todo: recogiendo tomates, vendiendo patatas, repartiendo periódicos... Sabía batallar. Quedó huérfana de padre y madre con trece años y sacó adelante a la familia, de cinco hermanos y una hermana. Para pagar su guerra judicial, llegó a doblar a Claudia Cardinale en películas, en las escenas peligrosas a caballo. Y lo consiguió. Luego, las cogidas y un accidente de tráfico truncaron su prometedora carrera como matadora de toros. Pero Ángela Hernández liberó a la mujer de las cadenas de una incomprensible prohibición. Y se abrió la veda. Nadie puede negarle el pan y la sal, su valentía, y su decisivo impulso a la Fiesta.
Ni a ella, ni al aluvión de mujeres que tomaron la senda que ella había abierto. Ahí tenemos a Mari Fortes, malagueña, que iba para monja pero que viniendo de hacer unos recados se quedó prendada viendo una corrida del Cordobés en el escaparate de una tienda de televisores.
Como Maribel Atiénzar, también llamada a tomar los hábitos pero que acabó siendo torera. Soportó un boicot a principios de los ochenta, a pesar de su calidad, y a pesar de que, en Lisboa, una tarde, lo hizo tan bien que la obligaron a dar ocho vueltas al ruedo.
Raquel Martínez, otra torera, dijo que el miedo al fracaso era para ella mayor que el miedo a la muerte, y que la muerte y el toro tratan por igual al hombre y a la mujer.
Y alcanzamos, al fin, el nombre que superó a todas sus antecesoras en cifras y dimensión: Cristina Sánchez. Fue elegida en 1991 como representante de la Escuela de Madrid, por delante de sus 126 compañeros. Cristina confiesa con admirable humildad que ella no ha sido la primera en nada, que muchas otras hicieron lo que ella hizo y en tiempos mucho más difíciles. El nombre de torera que tiene como referente es el de Juanita Cruz. Reconoce que se ha sentido un bicho raro en este mundo, pero no por ser mujer, sino por taurina. Ella, que tanto toreó y que tantos triunfos cosechó, tiene un día especial grabado en su corazón. Habían pasado quince años desde su retirada, y entonces el doctor Luis Madero, oncólogo infantil del Hospital Niño Jesús de Madrid, le pidió que torease a beneficio de los niños con cáncer. Cuando lo planteó en casa, el volver a torear, su marido le dijo que debía pensar en sus hijos, Alejandro y Antonio. Y ellos, lejos de oponerse, se entusiasmaron ante la posibilidad de ver eso que les habían contado que su madre hacía, que era torear. Y lo hizo. La imagen es la del 20 de agosto de 2016, con ella saliendo a hombros de la plaza de Cuenca. Sus hijos, sus propios hijos, fueron quienes la sacaron a hombros; a su madre, a la torera, a Cristina Sánchez. No hay valor para negar la hondura de ese momento en el que una madre es alzada por su hijo, al que ha gestado en su vientre, por el que se ha desvivido y por el que no dudará jamás en sacrificar lo que sea.
Y si hablamos de madres, cómo no referirnos a ilustres madres de toreros… y toreras más desconocidas que ellas. Todos tenemos en mente a Doña Gabriela, madre de Joselito el Gallo, o a Doña Angustias, la sufrida madre de Manolete. El Monstruo cordobés murió tras la cogida de Islero, en Linares, con treinta años recién cumplidos. En 1967, dos décadas después del trágico desenlace, Televisión Española filmó un documental en la casa de la familia. Doña Angustias dijo que “la plaza había sido su enemiga”, y nos abrió la habitación de su hijo, donde vimos cómo su ropa interior se mantenía ordenada y limpia en los cajones, con ese cuarto esperando a su niño ausente. Y con el traje de luces suspendido en una silla, aguardando en vano al Cuarto Califa. Doña Angustias, haciendo honor a su nombre, dijo: “Cuando toreaba mi hijo, yo toreaba con él, el negro toro de la angustia”.
Y si ser madre de un torero ha de ser una de las formas más duras de maternidad, ser madre de cinco toreros sobrepasa todo lo asumible. Es lo que le ocurrió a Carmen Álvarez Jiménez, esposa de Manolo Bienvenida. De sus siete hijos, cinco fueron matadores. Esta mujer de algún lado tendría que sacar el aguante para ser esposa de torero y madre de cinco toreros. Y lo encontró en su devoción a Jesús del Gran Poder. Fue tan devota, que encargó que le tallaran una réplica de la imagen sagrada. Y ese Cristo, cuando la familia se marchó de Sevilla a Madrid, viajó con ellos. Durante la Guerra Civil lo enterraron en el patio, para que no fuese quemado. Después lo donaron a la capilla de la Plaza de las Ventas. Allí está hoy en día, bendiciendo a los toreros que le rezan antes de saltar a la arena. Cuántos rezos no le dirigiría doña Carmen, implorando protección, esperando a que sonara el teléfono después de la corrida para escuchar dos palabras benditas: “Sin novedad”.
Ya dijo Carmina Ordóñez, hija del gran Antonio Ordóñez, Ronda pura: “He sido hija de torero y mujer de torero. Y que tu hijo sea torero es lo más terrible que puede vivir una madre”.
Hay quienes ven en el traje de luces un toque de femineidad. Un traje pseudo militar, en el que las estrellas napoleónicas son los alamares. La chaquetilla recortada al pecho, y la taleguilla ceñida cual media. Con los bordados y colores llamativos se consigue que el vestido de luces tenga esa comentada apariencia femenina.
¿Y quién los borda? De eso sabía muchísimo una señora con mayúsculas, Isabel Natividad García de Frutos, la Maestra Nati, tan querida y respetada por todos en el mundo de los toros. Ella se crio entre toreros, en la mítica sastrería de la plaza de Santa Ana de Madrid de José Uriarte. Su madre fue la que le hizo el capote de luto a Joselito el Gallo cuando éste quedó huérfano. La Maestra Nati era muy joven cuando tuvo que hacerse cargo del negocio, y entonces derrochó valentía femenina y siguió enhebrando el hilo del toreo. Pero de un toreo que en los años 50 y 60 era un mundo cerrado de hombres. Al principio costó que asumieran que era tan válida como cualquier sastre. Ya octogenaria, se reía recordando que algunos se quejaban al principio de que no sabía hacer las taleguillas, que les apretaban. Pero no parece que los cientos de toreros a los que ella vistió tuvieran problema alguno en ese aspecto. El primer traje que hizo fue para Manolo Bienvenida.
Y confeccionó el vestido con el que el maestro Curro Romero se presentó en Madrid el 18 de julio de 1958. Cómo sería ese traje blanco y plata, Dios mío, que al día siguiente una crónica de la revista taurina Dígame tituló así: “Un torero tan elegante como el traje que llevaba puesto”. Además, bordó los más hermosos capotes de paseo, con Vírgenes y Cristos a los que rezaba mientras cosía y bordaba hasta altas horas de la madrugada. Se casó con un torero, fue madre de un novillero que ahora le sigue los pasos como sastre. Recibió la Medalla de Oro de las Bellas Artes poco antes de partir. Qué persona se atrevería a dudar del aporte único, bordado en oro, de esta mujer a los toros.
El toreo también lo representan las mujeres ganaderas. Cientos, miles de horas de trabajo incansable que han dejado como ejemplo ganaderas como Dolores Aguirre, Caridad Cobaleda, Rocío de la Cámara, Mercedes Pérez Tabernero o María Domecq. Paloma Sánchez Rico tiene su campo salmantino impoluto, hasta el punto de que no permite que nadie tire ni una colilla en él. De forma literal. Porque dice que su campo tiene que estar al menos tan limpio como su conciencia.
Las hermanas Mayoral, Mara, Mercedes y Ana, mucho más jóvenes, se hicieron cargo de la ganadería al fallecer su padre, Pablo Mayoral, el que sacó al Juli. Esa familia, según ellas mismas afirman, es un matriarcado: siete hermanas y dos hermanos. Y Ana Mayoral dice que la ganadería brava no es cosa de hombres o mujeres.
Ante la presidencia imaginaria de este festejo, proclamo que merecen que se tengan en cuenta los esfuerzos de tantas mujeres imprescindibles para el toro. Tanto como las vidas de todos aquellos toreros salvadas gracias a la intervención de las magníficas mujeres que abundan en la cirugía taurina. Que le pregunten a quienes viven gracias a las manos salvadoras de la joven doctora Pilar Val-Carreres Rivera, de la Misericordia de Zaragoza. O a quienes ven a un verdadero ángel en la doctora Ana Cristina Utrillas, cirujana de la plaza de Teruel, o en la doctora Elsa Jiménez Vicente, de Cuenca.
Todo son sueños de gente para quien el arte del toreo es un misterio. Sueño como el de Carla Otero, la joven novillera madrileña, quien según el maestro Diego Urdiales tiene maneras de Antoñete, nada menos. Sus cicatrices valen lo mismo que las de sus compañeros.
Las orejas que entrega la alguacililla Rocío López en Madrid, primera en serlo, valen igual. Vestida con los ecos de los tiempos de Felipe IV, con qué donaire realiza el despeje de plaza, con qué emoción entrega los premios y con qué celo callado y discreto hace velar por que en el callejón se cumpla el reglamento.
El mismo valor de las imágenes que durante años han captado fotógrafas de la talla de Carmen Botán, Christine Spengler, Muriel Feiner. Ella lo tiene muy claro cuando dice que “la Fiesta nos necesita sin distinción de sexos”.
No existe el ranking donde posicionar, tampoco, los valiosos trabajos de María José Balañá, tantos años al frente de la plaza de Barcelona. O el de Lola Casado, empresaria de Sanlúcar de Barrameda y apoderada del místico matador Mondeño.
Las compañeras periodistas que nos cuentan qué ha ocurrido en la plaza, tienen un ojo crítico igual de valido, desde la ya desaparecida Mariví Romero a las actuales Belén Plaza, directora del programa Tendido Cero, Victoria Collantes o Patricia Prudencio.
Y los olés de esos millones de aficionadas que se emocionan como cualquiera de sus compañeros de tendido cuando Morante alcanza la perfección en una verónica. Sus corazones no temen menos cuando se detienen ante el toreo de cercanías de Roca Rey.
Genoveva Armero, presidenta de la plaza de Albacete, está igual de expuesta que cualquier otro al duro juicio del coso. Gabriela Ortega, de la dinastía de los Gallos, nos hacía llorar cuando declamaba desgarrada los versos dedicados a la tauromaquia. Valen por igual las rimas de la madrileña Blanca Álvarez, que escribió que “estaba de luto por la fiera que murió de una muerte que no era la suya”, refiriéndose al toro que no muere en la plaza. Son igual de ilustres las letras escritas por Elena Quiroga, María de la Hiz Flores, Josefina Carabias o María de Montserrate, que precisamente escribió la biografía de Antonio Ordóñez.
La magnífica Concha Spínola, mujer de Litri padre y madre de Litri hijo, imaginemos lo que esta mujer llevaba encima también cuando le dijo al doctor Juan Antonio Vallejo-Nájera que no sabía si tenía depresión. Teniendo en cuenta lo que ella tuvo que sufrir, él le respondió: Concha, usted no necesita un psiquiatra, sino un cardiólogo...
Pilar Jurado, cantante y compositora, que ha sido la primera mujer en estrenar una ópera en el Teatro Real de Madrid, también es una gran aficionada. Ahora está escribiendo una obra sobre el Minotauro. Recuerden: el Minotauro, en el laberinto de Creta, al que Teseo entró a matar.
¿De verdad el valor sólo es varonil? El animal, cuando embiste, cuando glorifica, no distingue entre sexos. Por eso, aquí, en la ciudad de Ronda, digo sin temor a equivocarme: El toreo también ha sido, es y será una cosa de mujeres.
Mujer y hombre. Sangre y sol. Sombra y arena. Seda y oro. Romero y Ordóñez. Qué mundo de contrastes, resumido en la frase del maestro Pedro Romero, que revolucionó la lidia con una sola exigencia: “El que quiera ser lidiador ha de pensar que de cintura abajo carece de movimientos”. Es poderosa esa idea de que el arte se consigue a través de la quietud y la serenidad. Esa serenidad, les voy a desvelar algo, es la que yo vi en los ojos verdes del primer toro de mi vida.
Hoy, como pregonera, esta mujer que está frente a ustedes lleva clavado aquel recuerdo. Aquellos ojos verdes de un animal que dio su vida en un ruedo… Ojos verdes, sí, como la albahaca, y como la esperanza de que en la tauromaquia siga siendo viva y plural, masculina y femenina.
Vivan las toreras. Vivan los toreros. Vivan los toros. Viva Ronda. Viva España.
Salud y suerte.
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