La infancia y la autoestima
La autoestima, que conforma nuestra personalidad, se va configurando a lo largo de la vida en función del ambiente humano en que crecemos
Siento una obligación moral de escribir acerca de la infancia, primero porque es algo que nos preocupa a todos y siempre aprendemos cuando investigamos si podemos hacer algo más por nuestros niños y niñas, pero en segundo lugar porque una buena amiga me pidió que visualizara algo de lo que no se habla y yo hasta ahora desconocía que podía pasar en mi entorno, y son los traumas infantiles y más concretamente algo tan duro como los abusos sexuales.
He buscado y rebuscado, pues me gusta tener evidencia e información de expertos, y ciertamente he encontrado cosas interesantes y datos relacionados con la salud. Así que empezaré por nosotros los profesionales sanitarios, porque tenemos que incluir preguntas en nuestra entrevista clínica, y sobre todo en determinadas patologías como el dolor crónico, que favorezcan la comunicación de algo tan duro y tan oculto como este tipo de traumas. Pero cuidado, no solo los profesionales sanitarios podemos dar soporte a personas con este tipo de experiencias; una buena amiga puede ser terapéutica en cualquier momento vital, y eso lo sabemos especialmente las mujeres por esa capacidad de comunicación que nos caracteriza.
Antes de entrar en materia, es necesario conocer que en el contexto de la educación afectiva hay dos términos que se usan de forma similar y sin embargo tienen diferente significado: la autoestima y el autoconcepto. Ninguno de los dos es innato, se van configurando a lo largo de la vida en función del ambiente humano en que crecemos, el estilo educativo de nuestros padres y profesores, los valores y modelos que encontramos en la sociedad, nuestras experiencias personales y sociales, los éxitos, los fracasos y algo tan importante como la valoración de las personas que forman parte de nuestro entorno especialmente en las edades de la infancia y la adolescencia.
El autoconcepto hace relación a los aspectos cognitivos, a la percepción y la imagen que cada uno tiene de sí mismo, mientras que el término autoestima indica los aspectos evaluativos y afectivos, es la forma habitual de pensarSE, amarSE, sentirSE y de comportarse, es la actitud hacia uno mismo. La autoestima conforma nuestra personalidad, la sustenta y le otorga un sentido, e influye en la forma de apreciar los sucesos, los objetos y las personas del entorno. Tiene una naturaleza dinámica, puede crecer, arraigarse en nuestro interior, conectarse a otras actitudes nuestras o, por el contrario, debilitarse y empobrecerse. Se trata de la meta más alta del proceso de aprendizaje, pues es precursora y determinante de nuestro comportamiento y nos predispone para responder a los numerosos estímulos que recibimos. Ambos conceptos se complementan mutuamente hasta el punto de que un autoconcepto positivo conduce a una autoestima positiva y viceversa.
Profundizando un poco más en la autoestima, la mayoría de los trabajos revisados observan que depende en gran medida de dos conceptos clave: la competencia y el merecimiento. Mientras la competencia hace referencia a la eficacia, es decir, la capacidad para alcanzar con éxito los objetivos propuestos, el merecimiento se define como la valoración personal, la autovaloración, que depende fundamentalmente de la aceptación y consideración por parte de la familia, el entorno, personas significativas o la comunidad en general. Es decir, el entorno en la infancia es determinante para configurar la personalidad de nuestros niños y niñas, y afianzar su autoestima.
Los principales conflictos en la infancia, adolescencia y juventud que afectan directamente a la autoestima, hacen referencia a áreas tan importantes en esas edades como son el aspecto físico, el bullying, el maltrato, la violencia y el consumo de tóxicos, la iniciación sexual y el embarazo, el desempeño académico y el trabajo. Todos podemos pensar que efectivamente son temas que nos generan preocupación cuando tenemos hijos en esa edad, y en ocasiones nos quitan el sueño solo imaginarlos. Sin embargo, como escuché en una charla en la escuela de padres del colegio de mis hijos, la infancia es cuando creamos un espacio de comunicación con nuestros menores, que funciona y facilita la continuidad en una edad más complicada, y aunque no podamos liberar a nuestros hijos de verse en una situación difícil, es tranquilizador pensar que puedan recurrir a nosotros para pedir ayuda o consejo.
Volviendo a los conflictos, y siguiendo la línea con la que se inició esta columna, es necesario reseñar la diferente afectación de esos problemas en función del género. Es de sobra conocido que los trastornos de conducta alimentaria afectan de forma muy significativa al género femenino, pues el 90 al 95% de las personas con problemas de este tipo son chicas adolescentes y jóvenes. Las mujeres a esa edad, y yo me atrevería a decir que más tarde también, tendemos a equiparar el bajo peso con belleza, con el éxito y con la aceptación social. Otro dato igual de escalofriante es que de forma general, el 90% de nosotras tenemos una distorsión de nuestra imagen corporal y nos percibimos más gordas de lo que estamos, si bien es verdad que el nivel de distorsión es superior en las mujeres con trastornos alimenticios que sin ellos. A diferencia de los hombres, nosotras sentimos mayor insatisfacción con nuestra imagen corporal respondiendo a la valoración social del atractivo físico y nos comparamos o nos sentimos presionadas ante la presencia de otra mujer atractiva, siendo además hoy en día las redes sociales un factor que contribuye aún más si cabe a esa comparación y afectando negativamente a la autoestima.
Respecto al bullying, parece que es un fenómeno con marcado sesgo masculino para el agresor y femenino para la víctima, aunque con escasa percepción de gravedad por parte de niños y niñas en la edad escolar, lo que puede ser considerado como elemento favorecedor en ese contexto. La investigación sobre el modelo de crianza y el bullying parece indicar que los padres de los agresores y víctimas tenían más probabilidades de tener un estilo de educación autoritario, y lo que es muy importante, tienden a resultar negligentes con poca o ninguna supervisión de las actividades de sus hijos.
Por último y atendiendo también a los estudios consultados acerca de los abusos sexuales en la infancia y adolescencia, hay un dato que me parece trascendental conocer y es que la mayoría de los abusos en esas edades se cometen en el entorno familiar o más próximo. Gestionar una agresión sexual siempre es difícil, pero cuando esta ocurre en un entorno externo, tu primer nivel de apoyo que es tu familia te da soporte, sensación de seguridad y puede devolver la confianza. Sin embargo, un abuso en el entorno familiar no es simplemente una situación vital estresante, es mucho más: afecta al sentido del amor, del cariño, de la aceptación familiar, rompe con lo que debe ser el entorno de seguridad y condiciona definitivamente las relaciones en la edad adulta porque daña a la confianza que se genera en el inicio de una relación afectiva.
Es trascendental ese espacio de comunicación con nuestros hijos e hijas, es clave cuidar sin asfixiar, generar un estilo de crianza con confianza y con autonomía y es vital observar nuestro alrededor con ojos críticos determinadas situaciones que nos pueden parecer sutiles pero que esconden comportamientos patológicos que podemos no llegar a descubrir. No es mi intención generar malestar, solo estar alerta y no perder nunca la comunicación con nuestros hijos. Así serán personas seguras, con una autoestima fuerte y estaremos siempre cerca y seremos cuando lo necesiten, su mejor ayuda.
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