Mujer y Salud
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Mujer y Salud
La ciencia es una actividad humana y como tal no está exenta de experimentar las normas y estereotipos de género que impregnan a toda la sociedad. Para analizar el sexismo en la investigación en salud podemos enfocarnos en dos aspectos igualmente relevantes: el papel de las mujeres como investigadoras y su situación como sujetos de la investigación.
Respecto a la cuestión de las mujeres investigadoras, hace ya una década que la prestigiosa revista científica Nature afirmaba que la ciencia seguía siendo institucionalmente sexista: “a pesar de algunos avances, las científicas todavía cobran menos, ascienden con menos frecuencia, obtienen menos subvenciones y tienen más probabilidades de abandonar la investigación que los hombres con calificaciones similares”.
En la actualidad, según un reciente informe de la organización Women in Global Health, las mujeres ocupan alrededor del 70% de los puestos de trabajo sanitarios en todo el mundo, más del 80% de las enfermeras y más del 90% de las parteras, y prestan la mayor parte de los cuidados no remunerados y del trabajo doméstico en familias y comunidades. Sin embargo, ellas ocupan solo el 25% de los puestos de liderazgo en sanidad.
A nivel académico, el informe Científicas en cifras 2023 indica que las mujeres representan más del 70% en los estudios de grado en ciencias médicas y de la salud en nuestro país, mientras que el estudio Mujeres en Medicina en España (WOMEDS) afirma que sólo el 28% de las cátedras de medicina están ocupadas por mujeres. El análisis resalta la desigualdad en una profesión feminizada en la que el 61% de profesionales de la medicina en centros sanitarios públicos en España son mujeres, mientras que los puestos de poder están copados por hombres.
Esta desigualdad se observa también en la investigación científica: mientras que las mujeres figuran como investigadoras principales en el 46% de las solicitudes de ayudas a proyectos, su tasa de éxito en la concesión de estas ayudas es un 10% inferior a la de los hombres. Y no solo son menos, sino que además reciben un menor reconocimiento por su trabajo. Sabemos que las mujeres tienen muchas menos probabilidades que los hombres de ser acreditadas como autoras de las investigaciones que realizan. Este fenómeno ya fue descrito por Margaret Rositer como Efecto Matilda, para expresar la existencia de prejuicios en contra de reconocer los logros de las mujeres científicas, cuyo trabajo a menudo se atribuye a sus colegas masculinos.
Se han identificado tres momentos críticos que condicionan la producción de desigualdades de género en la carrera investigadora. En primer lugar, la elección de estudios sigue fuertemente marcada por estereotipos sexistas que sitúan a la profesión científica como una ocupación masculina (incluso en ámbitos muy feminizados como es el caso de la salud).
Por otra parte, la llamada 'hora punta', o estadio temprano de la carrera profesional, marcada por los conflictos entre demandas familiares y profesionales, que penalizan más a las mujeres. Aquí podríamos destacar el impacto que produce la llamada 'penalización por maternidad', ya que a menudo ser madres y asumir la principal responsabilidad de los cuidados afecta de manera desproporcionada a la trayectoria laboral de las mujeres.
El tercer momento en el que se produce un efecto desigual en las mujeres es el avance en la carrera investigadora hacia puestos de excelencia, donde a menudo persisten sesgos inconscientes y estructurales que obstaculizan el progreso de las mujeres hacia posiciones de liderazgo en la ciencia.
El sexismo en la investigación en salud también se evidencia en el papel de las mujeres como sujetos de investigación. Los sesgos de género en la investigación sanitaria están a la base de numerosos errores en la práctica médica asistencial, que perjudican la salud de las mujeres, pero también de los hombres. La Comisión Europea define los sesgos de género como “las diferenciaciones no intencionadas e implícitas entre mujeres y hombres que sitúan a un género sobre otro en una posición jerárquica, como resultado de imágenes estereotipadas de la masculinidad y la feminidad”.
El androcentrismo es una de las formas más frecuentes de sesgo de género en salud que consiste en mirar el mundo desde la perspectiva masculina. Ya comentamos en este blog el conocido caso de las enfermedades cardiacas, en las que durante décadas se invisibilizaron las características diferenciales del cuadro clínico de patologías como el infarto agudo de miocardio en las mujeres, denominándolos como “síntomas atípicos”, originando retrasos en el diagnóstico y errores en el tratamiento. Pero también afectan a otras patologías, como la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), en la que muchas mujeres no son diagnosticadas porque se sigue considerando que se trata de una patología “típicamente masculina”.
En el caso de los hombres, son conocidos los infradiagnósticos en condiciones calificadas como “típicamente femeninas”, como la osteoporosis o la depresión. También existen sesgos en la investigación experimental y de laboratorio. Es conocido el hecho de que muchos fármacos se han testado en ensayos clínicos donde no se incluían mujeres o su número era insuficiente. Estudios posteriores han demostrado que los efectos de dichos fármacos varían según el sexo, incluidos sus efectos secundarios o las dosis recomendables. E incluso en la investigación con animales en el laboratorio se utilizan con más frecuencia animales machos, con lo cual no se obtienen evidencias sobre cómo afecta el sexo de los sujetos de estudio a los resultados de la investigación.
Otros ejemplos, como la escasa investigación de condiciones que afectan exclusiva o mayoritariamente a las mujeres, como la endometriosis o la dismenorrea (dolor durante la menstruación), ilustran también la invisibilización de las mujeres en la ciencia y el largo camino que queda por recorrer para que la investigación en salud llegue a ser realmente equitativa.
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