Al otro lado de la luna roja
La Victoria repitió ayer la transfiguración que provocan en sus calles el Rocío y el Rescate, un sortilegio que se extendió hasta Nueva Málaga, Pozos Dulces y la Cruz Verde en una cosmogonía urbana
HUBO una vez monos en el Jardín de los Monos. La Plaza de la Victoria acogía por entonces un concurso de cante al que se apuntaban los aficionados más variopintos. La enseña del chupa y tira en aquellos años de la posguerra era la de los presuntos bohemios, no tanto señoritos sino pelagatos que se las daban de pintores y poetas venidos arriba. Ya por entonces reinaba la Virgen del Rocío en sus calles, vestida de blanco, regada de pétalos cada vez que salía a encontrarse con el cielo. Y, en realidad, el barrio no ha cambiado mucho. La capilla del Agua sigue donde ha estado siempre, la calle Amargura mantiene su aroma de frontera, en el Compás todavía se descabezan gambas y ciertos personajes mantienen cada día el aura de genialidad que juega a confundirse con el disparate. Ya no hay monos, ni cante, ni tranvías: pero su morfología es, esencialmente, la misma, por más que las pocas casas señoriales que quedan en pie en Lagunillas hayan superado los niveles más alarmantes de ruina, y por más que donde antaño se contaron calles como la que se llamaba Estrella ahora sólo queden solares convertidos en aparcamientos clandestinos. A cambio, la Victoria es hoy un barrio multicultural y mestizo, el preferido por la mayoría de los estudiantes de Erasmus que llegan desde distintos rincones de Europa para fijar su residencia, poblado por subsaharianos moradores de locutorios, chinos que convirtieron negocios idos a pique en baratísimos badulaques y magrebíes que en los últimos años han añadido coloridas fruterías al paisaje. Pero sea el mismo, sea otro, el barrio sufre cada Martes Santo su particular transfiguración con las procesiones del Rocío y el Rescate; y algo de su antigua impronta renace cuando se trata de inundar con flores a la Novia de Málaga. Como si las campanas que saludan a María Santísima de Gracia en su prodigiosa salida de la calle Agua fuesen las mismas que, hace tanto ya, anunciaban la llegada del carcomido tranvía.
Y precisamente se nota que es Martes Santo en la Victoria porque, a falta de veinte minutos escasos para que empiece la procesión del Rocío, resulta difícil encontrar un sitio para comer: si uno pretende tomarse unas tapas en el Samoa (donde una señora de permanente hirsuta, exquisito broche en la solapa, gesto de moral intacta y porte regio pelaba ayer una batata con el deleite de un Dios creador), un helaíto en Casa Mira, una pizza en el Amaro, unos cartuchitos en Lacomba, un pepito en el Gustavo o un menú de postín en el Montana, no tiene más remedio que armarse de paciencia. La Victoria es a la hora del almuerzo un ágape servido a destajo, un sacrificio tragón rendido a Baco, un hit para el estómago. Y buena parte de los comensales, claro, son los nazarenos y hombres de trono que habrán de subir al cielo al Jesús de los Pasos. Había que ver a algunos, los más fornidos, con sus cráneos rasurados y sus brazos repletos de tatuajes todavía al descubierto, apurando las botellas de cerveza de a litro, morro en ristre, en la cafetería ubicada justo al lado de la casa hermandad, vamos niño, pásala que están llamando. Este año, no obstante, había una gran novedad: los Paninis cerraron no hace mucho su establecimiento de toda la vida y ahora venden sus camperos en la Esquina del Chupitira, más cerca de la Plaza de la Merced. Un bar cofrade llamado El Nazareno, situado casi justo enfrente de la calle Agua, le hace la competencia con campero y hamburguesas bautizados con nombres de las cofradías malagueñas: Rocío, Humildad, Crucifixión (ahí va eso) y el especial de la casa, el Rescate (claro, aunque sea por mera proximidad geográfica), una verdadera descarga de calorías que ejerce, cuanto menos, un notorio contraste con la abstención predicada en los púlpitos durante la Cuaresma. Para colmo, un puesto de inspiración caribeña repartía ayer mojitos y patatas asadas a bajo precio. Así, cualquiera.
Llenas así las barrigas, la Virgen del Rocío salió de su discreto nido en la plaza Marcelino Champagnat con toda la ciudad allí metida. La llegada de la Dolorosa al Altozano ejerció su tenaz sortilegio, capturado por fotógrafos intrépidos que no dudaron en encaramarse a la cruz de los cuatro faroles que, junto al monumento a Miguel de los Reyes, sirve de aduana respecto a Lagunillas y la Cruz Verde. La muchedumbre celebraba su diversidad como un animal de muchas e irreconciliables cabezas: por allí se apretujaban familias de impolutos planchados y niños con pompones en los calcetines, madres adolescentes que fumaban como chimeneas mientras sus vástagos se deshacían a llantos en sus carritos heredados, abuelos que aupaban a sus nietos para que llamaran guapa a la Virgen, pequeños narcotraficantes con camisetas de Mickey Mouse que incluso al paso del trono practicaban sus menudeos, señores enrojecidos de enormes tripas bajo sus guayaberas de jubilados y candidatos al infarto, estirados de tres al cuarto con melena engominada y gesto arrogante bajo sus gafas de sol y vecinas cariñosas que no paraban de santiguarse, como por si acaso. Curiosamente, la salida del Rescate convocó a menos gente en la calle Agua que en los últimos años, por más que se repitiera el ambiente de feria con los vendedores de globos (allí estaban Finn y Jake de Hora de Aventuras plantándole cara al Hijo de Dios) y los puestos de refrescos y golosinas. Pero lo cierto es que la salida de Jesús del Rescate volvió a ser tan hermosa como siempre. Hay algo de cosmogonía esencial en este trance, un Big Bang que habrían cifrado Hesíodo y Lucrecio si hubiesen podido contemplarlo: la calle Victoria se desliza como una nada silente, un universo frío y estático, una ausencia de materia apenas surcada por neutrones huecos; y, de pronto, tras el fragor de los himnos y las campanas, la calle Agua se abre como una fractura en el espacio y el tiempo y de aquí surge el Cristo, mecido en un equilibrio que hunde sus raíces en la música. A su espalda, sin embargo, el cosmos esconde su trastienda (la censura cósmica sobre la que escribió Roger Penrose; y perdonen el desvarío): la calle Lagunillas, donde cada tarde un tipo toma el sol tumbado en plena acera, con el torso desnudo y el rostro cubierto bajo un sombrero de cow-boy, mantiene su calidad invisible, sus colas frente al estanco, su vecindad inquebrantable, sus encantadoras panaderías, su desastre acumulado en solares y muros derruidos, sus bancos destrozados. Un poco más adelante, el Señor del Rescate cruzaba frente al cine Andalucía, reducido ya a las cenizas del olvido. Y entonces sí, más allá se abría una ciudad extranjera, el portazo en las narices de todo cuyo recuerdo mereció una vez la pena.
El Cristo de la Agonía hizo de Pozos Dulces una Jerusalén sin colinas, repleta de almas y cuerpos sacudidos por las emociones. Nueva Esperanza mereció un canto homérico, y la Sentencia convocó a su ejército en Frailes. Pero había que ir al Perchel para admirar la hermosura de la Estrella, la sumisión kerigmática de un Cristo de la Humillación vestido de luto. La otra mitad del mundo anochecía bajo una luna roja; pero aquí las estrellas arrojaron su luz rendida.
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