La muerte no es el final

Viernes Santo

Invocar una jornada de luto y abstinencia a cuenta del padecer de Cristo resulta cuanto menos delicado en una ciudad dispuesta a armar una fiesta en cualquier bordillo. Queda el contraste .

María Santísima de las Angustias, a su salida del Hospital Noble.
María Santísima de las Angustias, a su salida del Hospital Noble.
Pablo Bujalance

05 de abril 2015 - 01:00

RESULTA extraño, de entrada, escribir una crónica sobre el Viernes Santo que habrá de ser publicada el Domingo de Resurrección: el calendario litúrgico llama a compartir emociones tan radicalmente encontradas en plazos todavía inasumibles para la prensa en papel. Pero lo que queda, de cualquier forma, es el enorme cúmulo de contrastes que representa la Semana Santa de Málaga, en su promulgación fervorosa de valores píos y la negación impúdica de los mismos a pie de calle.

¿Qué se puede pensar, al cabo, cuando Dos Aceras se llena de devoradores insaciables de papas asadas a la espera de que pase Servitas? Tampoco es cuestión de ser tan quisquilloso como para, en plan cura viejo, indagar en las viandas en busca de tropezones de jamón, a ver si, ya que no el ayuno, se ha respetado al menos la abstinencia; pero, en el fondo, esto es lo de menos. Nuestra Señora de los Dolores salió a la hora convenida de San Felipe Neri y cuando llegó a Dos Aceras, casi de inmediato, con las luces públicas convenientemente apagadas, los que no habían terminado aún la pitanza seguían con el cuchareo a dos carrillos; de pie, eso sí, pero no tanto en gesto de respeto como para no perder el sitio ante los empujones que procedían de la retaguardia. Si los contrastes son moneda de cambio habitual desde el Domingo de Ramos, la paradoja llega a ser extrema en el Viernes Santo.

La llamada al luto a cuenta de la muerte de Cristo encuentra una contestación inmediata en quienes disfrutan del puente a tope y no están dispuestos a perder la ocasión de armar jarana, que mañana no hay que madrugar, lo que incluye la contemplación de los tronos como se contemplaría, más o menos, el deshielo del Perito Moreno o la proyección al aire libre de Los cazafantasmas en la Malagueta.

Si la razón de la Semana Santa es el tránsito por la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Cristo, para muchos (¿la mayoría?) de quienes acuden al espectáculo, precisamente cuando éste se torna más hondo y sombrío, la simbología andante es otro motivo más para salir a la calle, darse todos los placeres y recogerse a las tantas. Y sin embargo, seguramente, lo que hace que estos días sean inolvidables es el modo en que ambas esferas confluyen: el pasado viernes, a la llegada del Sepulcro a la Plaza de la Merced, no pocos de quienes atestaban los bares dando cuenta de sartenás con mucha pringue, jarras de cerveza y bandejas de patatas bravas se acercaron a ver la procesión, mostrar sus respetos, santiguarse si encartaba y volver a la bacanal cuando Nuestra Señora de la Soledad había pasado de largo, como cuando en el colegio, antiguamente, los niños se levantaban en el preciso instante en que entraba a clase un adulto y volvían a sentarse después de que el susodicho se esfumara. Se trata de un suceso explícitamente barroco: el que prendió cuando, en el apogeo de la vida urbana a cuenta del éxito de la burguesía en el siglo XVII, la Iglesia Católica decidió convertir las calles en escenarios para las expresiones masivas de fe con el fin de contrarrestar la influencia luterana y las tentaciones humanistas. La mescolanza, acentuada en sus extremos por el irrenunciable derecho de unos al viernes noche y el recogimiento penitencial de otros en la proximidad de la Cruz, y teñida de toda una amplia gama de grises entre uno y otro, sirve en bandeja una representación fidedigna del presente. Y así, parece, seguirá siendo en una sociedad que arrincona con cada vez más indiferencia los principios religiosos y espirituales pero se mantiene decidida a mantener los emblemas litúrgicos como estandartes de la identidad propia.

En una conversación mantenida recientemente con un castellano de pro, mi interlocutor comentaba: "Hacía quince años que no venía a la Semana Santa de Málaga, y había olvidado lo poco que se parece a la de allí arriba. En comparación con aquéllas, las procesiones de aquí llevan incorporada la música ideal para un desfile de Walt Disney". Lo cierto es que, para esplendor del contraste, la jornada del Viernes Santo rechaza, en gran medida, los elementos más coloridos de la Pasión en virtud de una mayor afectación: así fue en la temprana salida de Monte Calvario en la Victoria, tras el correspondiente traslado del Cristo Yacente desde la alzada capilla, por más que en las aceras repletas del Compás corrieran las raciones de calamares fritos, las fuentes de salmorejo y las jarras de tinto con limón. Poco después, en el Hospital Noble, la salida del Descendimiento confirió a la jornada el aire de penumbra que reclamaba, con su resolución repleta de silencios, la marcha del tambor sordo junto a la Cruz Guía y un gusto preclaro por los matices. La espectacular incorporación al cortejo del monumental trono del Cristo motivó los suspiros de cuatro jóvenes turistas alemanes que no dejaban de hacer fotos junto al tinglao, pero también de cierta urgencia: al ver semejante masa en desplazamiento, parecían temer que se les cayera encima. En este extremo de la ciudad, por más que a un tiro de piedra el Muelle Uno pareciese una feria, se producía el clima preciso para la meditación en torno al misterio de la muerte del Hijo de Dios. Igual efecto produjo la comparecencia de María Santísima de las Angustias, vertida como un afluente al río que, poco a poco, buscaba su cauce hasta la Cortina del Muelle, con la hermosa estampa dejada para el recuerdo en Sancha de Lara. Dolores de San Juan llenó el entorno de la iglesia en su puesta en escena de apelaciones al silencio, con su Cruz Guía callada y la breve capilla musical en su seno. Y el envite dio sus frutos: aún a aquella hora de la tarde, resultaba fácil imaginar una Málaga decididamente con la boca cerrada, hacia dentro, respetuosa, tal vez incapaz de encontrar las palabras capaces de expresar determinados sentimientos. Más tarde caería la noche, y con ella su estrépito, la guasa y el banquete: por más que la oscuridad acompañara la procesión de Servitas, la ciudad se hizo bajo la luna llena un campo de batalla para ángeles y demonios, la virtud y la carne, la concupiscencia y el sosiego: y, como quiso Nikos Kazantzakis, ambos ejércitos se enfrentaron todo lo que puede durar una vida.

La Trinidad volvió a ser protagonista con la Soledad de San Pablo, el Santo Traslado que acontece en el mismo origen de Málaga, el punto exacto, hoy colmado de desplome, en el que fenicios e íberos pactaron hace 2.800 años las bases para hacer del entorno una ciudad costera. Y así, a pulso, desde el mismo comienzo de todas las cosas, tomó Nuestra Señora de la Soledad a Málaga sobre sus propios hombros, como si todo fuese digno de ser contado, mecida por la Sinfónica de la Trinidad en el ajuste de cuentas con el pasado que es el Puente de la Aurora, reducto presuntamente intacto de una ciudad que hace mucho dejó de existir. Antes había ganado el Cristo del Amor el afecto de los suyos, con el Ubi Caritas entonado como una utopía mientras dos vecinos amenazaban con llegar a las manos en Fernando el Católico a cuenta de un fragmento de bordillos que reivindicaban ambos como si de una guerra fronteriza se tratase. Pero la Virgen de la Caridad, en su admirable cadencia, puso las cosas en su sitio y llenó la tarde de aromas y puentes a realidades más elevadas. La salida de la Piedad en el Molinillo, en su disposición breve y fugaz, constituye siempre una oportunidad al hallazgo: entre ojos ancianos de conmovedora inclinación a la lagrimita, mozalbetes magrebíes arrimados al jaleo con los brazos cruzados, señoras con cucurucho de turrón, parejitas pródigas en arrumacos y familias acomodadas de carácter ejemplarizante, el trono atravesó otra de las áreas donde Málaga es frontera, olvido, surco, cantecito de adolescentes en el escalón de un portal, solar y ruina para llenarlo todo de negro rigor y mayor desconsuelo. La Piedad es, en su barrio, una suerte de trampantojo: el observador adquiere la ilusión de estar en otro barrio, en otra ciudad incluso, merecedora de la atención de cualquier caminante, por la gracia y el efecto del único trono que la corona; pero, cuando pasa el mismo y todo parece caer al suelo como hojas en otoño, tan afilada percepción se desinfla y la desmemoria vuelve a acampar hasta el encierro.

Más allá de su oficialidad, el Sepulcro presenta el contraste total, la armonía imposible, como en los últimos cuartetos de Beethoven: ¿Eran los mismos que llenaban la calle Alcazabilla de duelo y aflicción los que luego agotaron los bares hasta que salió el sol? No importa. La muerte no es el final.

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