Netflix está desconcertada: ni hace televisión ni es una televisión
Análisis de las plataformas
El buque insignia de las plataformas, con 17.000 millones de dólares de inversión en producciones propias y 4.500 millones de dólares de beneficio está en una encrucijada, con la clientela global enfadada
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¿Cómo sería un mundo en el que las obras culturales y de entretenimiento fueran creadas por inteligencia artificial? Para tener la sospecha se puede echar un vistazo al catálogo propio de Netflix. Ahí hay series de ficción como churros, de temporadas eternas, que parecerían elaboradas por algoritmo: desganadas por arquetípicas en sus personajes y desarrollos, clonadas en su narración, rutinarias en su desenvoltura. Una sobre otra. Antes de la aparición del ChatGPT ya habíamos vistos crímenes, estudiantes y dramas en Netflix escritos como el compromiso de un robot.
El mayor problema que tiene la plataforma líder, buque insignia y rompehielos del mercado audiovisual global, es dar sentido a su producto y crear un surtido de producciones con criterio y atracción para una audiencia de más de 200 territorios. El prestigio de los nombres con el talonario a veces no es sólo suficiente (decepciones como el largometraje El irlandés, de Martin Scorsese; la serie de Ryan Murphy Hollywood; o una serie de animación de Matt Groening como Desencanto) y los éxitos rotundos que justifican el impulso de suscripciones como El juego del calamar o la monumental The Crown son esporádicos. Incluso el gran éxito español, que abrió mercado y posibilidades a más ficciones y talento, La casa de papel, no nació en la plataforma sino en una cadena de televisión, Antena 3. Álex Pina desde que fichó por Netfix no ha vuelto a repetir el golpe (afortunado) de los atracadores.
Para seducir a los 231 millones de clientes repartidos por todo el globo Netflix destina a producción propia unos 17.000 millones dólares al año, más lo que se adquiere a las cadenas 'convencionales' y operadores, en una oferta apabullante que termina asfixiando a muchos usuarios que sin la debida prescripción no encuentran algo que les convenza. Las novedades se van por el sumidero de la dispersión y los títulos más recurrentes, incluso ya muy vistos, terminan siendo la opción (lo nuevo de La que se avecina, en Prime Video, se parece más a Aquí no hay quien viva, incombustible también en Netflix). Estrenos propios que rivalizan con las salas de cine como Blonde han resultado como poco desconcertantes para el público. Falta gancho y acierto generalista en Netflix.
La polémica de capar las cuentas compartidas en Netflix y obligar a pagar un extra no ha venido a mejorar la imagen de la compañía. Lo que es una maniobra para ampliar ingresos en defensa de mejorar los contenidos se ha revirado en malestar de muchos usuarios que ven que les aprietan los bolsillos para pocas satisfacciones.
Para comprobar si la respuesta de la multinacional van a ser contenidos más atractivos estará en primera fila Ted Sarandos pero no va a estar como CEO el fundador Reed Hastings, más centrado ahora en labores filantrópicas, devolver en parte lo que le ha dado la sociedad. Su negocio pasó de ser un videoclub por correo a transformar el negocio audiovisual con contenidos bajo demanda on line. El videoclub pasó de la esquina a la app ¿Estamos hablando de televisión? Exactamente, no. Y lo está percibiendo cada vez más claramente el espectador.
Las plataformas son enormes bibliotecas visuales, estanterías llenas de títulos e invitaciones pero la lujuriosa avalancha, para ver en casa o en la palma de la mano en cualquier parte, carece de alma, de una conexión sincera más allá de la mercadería. El cliente se siente cada vez más solo entre recomendaciones vacías y al otro lado sólo hay limitaciones para compartir, para descargar...
Las plataformas en streaming, en general, se han preocupado de rivalizar por dar mucho (mucho, no mejor), cada vez más, tal vez con contenidos tan de inteligencia artificial y de clichés políticamente correctos (porciones calculadas de desnudos, sexo, dramas juveniles, personajes LGTBI) que se han olvidado realmente de las historias. De historias que atraigan. Las plataformas tienen presente al cliente para cobrarle, pero a su vez se va desvaneciendo el espectador. Y así pasa con Disney +, con Prime Video o con HBO Max (no tanto, y su pasado como cadena de televisión se sigue notando). Tienen precios asequibles pero se van convirtiendo en productos caros porque no se termina entrando en ellas.
Un potencial indiscutible de las cadenas convencionales de TV es su proximidad. Y por mucho que se diga que la televisión va a morirse, un espectador sentado en el sofá siempre preferirá que le sirvan antes que servirse. Hay un hilo afectivo con las cadenas y una confianza en las programaciones y la televisión crea hábito. Las plataformas no crean hábitos (no, no crean hábitos) y por eso se ha estancado su consumo (según los audímetros en España unos ocho minutos diarios). ¿Se ve menos televisión ahora? Sí, pero el rival del televisor es el móvil. Si nos espiáramos a nosotros mismos nos veríamos puestos ante la pantalla de casa mientras pasamos el dedo por el cristal para ver un puñado de tiktoks, consultar en una web, responder un whatsapp, enfadarse por un comentario en twitter. Y con la televisión encendida, de reojo.
Netflix no hace televisión, sino contenidos. Y sus contenidos propios cada vez encandilan menos. Y eso es extensible a cada una de las demás plataformas. Incluso cuando se han creado programas como los de la tele, tipo Bake Off, en Prime Video, la audiencia acumulada ha sido escasa. El documental es el género al alza ¿por qué? Porque cuenta cosas reales. Porque cuenta verdad, o lo parece. Cada vez más las ficciones de las plataformas no es que sean fantasía, es que son indiferentes. Y pese a lo que decidan y hagan las plataformas, las cadenas de TV deben seguir haciendo lo que hacen, televisión.
Se ha sobredimensionado y sobrevalorado el poder, el papel y la importancia de las plataformas de streaming. No pueden ni podrán suplantar a la TV.
Ideas como hacer un paquete barato (no es económico, es más bien cutre) en Netflix devalúa esa propia mercancía exclusiva. Si el paquete básico sigue costando desde 2015 8 euros (7,99, pero no nos despistemos con las comas), es casi ridículo bajarlo a 5,50 euros para tener el suplicio de los anuncios. Si el público abrazó a las plataformas era precisamente para huir de la publicidad por un módico precio.
Los paquetes que permiten más dispositivos y descargas, el estándar (13 euros) y el premium (18 euros) ahora se ven penalizados con 6 euros si se quiere compartir con un hijo que vive en otra casa o con el vecino. Netflix tenía una misión de unir generaciones y de crear comunidad que ahora ha desdeñado por un puñado de monedas.
Mientras las grandes plataformas de pago se enredan en futuros con desconcierto el horizonte se aclara para las plataformas gratuitas tipo Pluto TV, Runtime o servicios como RTVE Play. En sus catálogos suelen primar los contenidos amortizados pero compensan en experiencia a los usuarios, que van y vienen sin remordimientos de gasto. Como la propia televisión convencional, si el precio es ver publicidad, estamos acostumbrados con resignación. Nos pasa incluso con Youtube. Las nuevas generaciones, con hábitos propios, con una relación distinta con las pantallas, decidirán el futuro audiovisual, pero con la audiencia actual nadie puede dar por herida la televisión de siempre: la que acompaña con información, con espacios reconocibles, con sus acontecimientos y sus ficciones diarias.
A esa experiencia renunciaron las plataformas en streaming. Y las plataformas premium tipo Movistar Plus +, Vodafone las cobran (en cantidad y calidad en deporte y en cierta medida con cine reciente y producciones propias) complementarias a sus servicios de telefonía.
Desde 2015 Netflix ha ido sumando cada dos años 1 euro por cada paquete superior (estándar y premium). No es exactamente que dispare los precios sino que calculaba acompasadamente expansión y subida de tarifas. Ahora necesita expandirse y toca techo de clientes por no saber responder, causando malestar por convertir en algo sospechoso de abuso las cuentas compartidas. ¿Era malo compartir cuentas con un cuñado? Al cliente más que tocarle el bolsillo le han tocado el corazón y eso tiene consecuencias imprevisibles.
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