Muere Antonio Corbacho, forjador de José Tomás

Luis Nieto Sevilla

01 de agosto 2013 - 01:00

El torero y apoderado Antonio Corbacho falleció ayer en Madrid a los 61 años. Se encontraba a la espera de un trasplante de hígado tras padecer durante varios años las complicaciones de una hepatitis C que él mismo achacaba a una transfusión de sangre realizada tras una de las cornadas que sufrió durante su etapa de novillero.

En el mes de julio estuvo ingresado en el hospital Gregorio Marañón. En sus últimos años vivió en tierras sevillanas, donde preparó a varios diestros, entre ellos Sergio Aguilar y el sevillano Esaú Fernández.

Antonio Corbacho, madrileño, debutó con picadores en La Roda (Albacete) el 18 de mayo de 1975 -donde resultó corneado de gravedad- fue un novillero sin demasiada suerte hasta su retirada en Sevilla diez años después. A partir de ahí actuó como banderillero.

Por su amistad con Victorino Martín García, Corbacho comenzó a preparar taurinamente a un becerrista de Galapagar, pariente del ganadero, y que años después acabaría convirtiéndose en la primera figura de los últimos años, el mítico José Tomás. Corbacho forjó con mano dura a José Tomás, al que llegó a mentalizar de que en cada actuación debía salir al límite, cruzando la línea de máximo riesgo. El diestro madrileño asumió esa filosofía extrema.

Sobre esas premisas éticas y siempre con una peculiar, estricta y durísima preparación -"yo no soy duro, el que es duro de verdad es el toro", repetía siempre-, Corbacho entrenó después a otro buen número de novilleros y matadores que lograron éxitos notables. Actualmente apoderaba al novillero Sebastián Ritter. Precisamente la última vez que tuvimos la ocasión de hablar con él fue en la Maestranza, cuando se presentó su poderdante en la pasada Feria de Abril.

Además de José Tomás, al que volvió a apoderar entre las temporadas de 2000 y 2002, Corbacho lanzó y dirigió la carrera de Alejandro Talavante, hoy entre los primeros del escalafón y que en su etapa ligada al citado apoderado, equiparaba los valores que le había inculcado a los del guerrero samurái, por la exigencia máxima que imprimía a sus toreros.

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