Manolo Rubia y el teléfono de Dios
El director deportivo, antes jugador y delegado, se jubila tras 34 años en la entidad
Manuel Rubia Verdugo (Jimena de la Frontera, 1955) cerró este viernes por última vez la puerta de su despacho en Los Guindos. Era su último día de trabajo. Desde este domingo día 1 de agosto es oficialmente un jubilado. Se marcha una emblema de la entidad, en la que ha estado 34 años, apenas hay casos de tanta longevidad en el club. Jugador en Caja de Ronda, Maristas y El Palo antes, aquel hombre de pelo blanco que se sentaba en la primera silla del banquillo fue muchos años delegado para convertirse después en director deportivo del club, sustituyendo a Juanma Rodríguez en 2010. Paradójicamente, el relevo será ahora a la inversa, en unos días se consumará el regreso oficial de Rodríguez al mismo puesto.
En este cargo de manera interina estuvo Rubia en una segunda etapa desde el verano de 2019, cuando, después de varios años defenestrado, fue recuperado y se le pidió que diera un paso adelante para cubrir la marcha de Carlos Jiménez, en una coyuntura complicada. El corazón le había dado un susto a finales de 2016 y le aconsejaban reposo, pero ahí estuvo hasta hoy. Estos últimos días ha estado trabajando en la confección de la plantilla de la próxima temporada junto al entrenador, Fotis Katsikaris, sin dejar de cumplir obligaciones. Había tramitado su jubilación para un año antes, pero desde las más altas esferas se le pidió que continuara como último acto de servicio. No han sido años fáciles en el cargo. Las primeras temporadas fueron duras y los resultados no salieron, aunque varias de sus gestiones dejaron un dinero en el club importante, caso de Kuzmic. Se optó por relegarle a un segundo plano antes de ese regreso de 2019. En estos dos años, la llegada de Yannick Nzosa quizá es su mejor legado para la entidad.
"No se trata de saber, sino de tener el número del que sabe", solía decir Manolo Rubia cuando se le preguntaba por su capacidad para solucionar problemas y encontrar contactos en cualquier lugar de Europa, fuera una plaza de avión, una habitación de hotel, una furgoneta en Tel Aviv o una pista para entrenar. Un pez gordo policial, un diplomático, un amigo turco, un poderoso empresario, el número de Sabonis para que abrieran un aeropuerto cerrado por la nieve en Kaunas, el gobernador de un estado de Australia, llevar a Kareem Abdul Jabbar a la Alhambra... En ese teléfono había solución para todo. En El Cabra, en Pedregalejo, recordaban cómo Rubia llevaba allí a Joe Arlauckas y éste comía calamares y bebía cerveza en cantidades industriales. Esa conexión con los jugadores, con españoles y extranjeros, sobre todo con ellos por su labor de ángel de la guarda. Pepe Sánchez, Serguei Babkov, Veljko Mrsic o Kenny Miller aún tienen hoy una estrecha relación con el jimenato, afincado en Málaga desde mediados de los años 70. Ha vivido todo en este club, desde la consolidación en la ACB, el primer gran Caja de Ronda de Mario Pesquera, el mítico subcampeonato del 95 que desbordó la pasión por el baloncesto, los primeros títulos con la llegada del siglo. También la caída de las últimas temporadas.
En este viaje alucinante, hubo ocho veranos, de 2001 a 2008, para la selección española. Con Javier Imbroda asistió a la eclosión de los juniors de oro, el bronce en 2001. Y después, la plata en 2003, el oro de 2006, la plata de 2007 y la de Pekín en 2008. En ellas estuvo como testigo desde la banda y también como particular Señor Lobo. Experiencias casi infinitas, mezcladas con sus constantes viajes a Estados Unidos, para ver baloncesto universitario o ligas de verano.
Con 66 años, le llega el momento a Rubia de disfrutar de la familia. De su mujer, Carmina, y de sus hijas, Laura, una persona especial queridísima por muchos jugadores, y Carmen. También de sus nietos. Desde la cúpula del Banco y la Fundación, de la que ha sido hombre de confianza siempre, se le respeta al máximo y es posible que siga ligado de alguna manera a la entidad. Pero ayer fue el último día en Los Guindos de Manolo Rubia Verdugo, el hombre que sólo no tenía el teléfono de Dios. O quién sabe.
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