No debería ser difícil comprender que la consagración de una calle al nombre de Millán Astray resulta tan inoportuna, triste e inconveniente como el bautizo de otra calle cualquiera con el nombre de un etarra. Las calles que pisamos figuran en ese ente abstracto que denominanos, todavía, espacio público; es decir, de todos, por igual, y por tanto exento de privilegios y atropellos, al menos en la teoría. Desde esta premisa, resultaría razonable considerar que nadie tendría que verse en el trance de atravesar, ni mucho menos habitar, una calle nombrada con un referente que pudiera causarle dolor. Y sorprende, de entrada, la escasa sensibilidad de las instituciones del poder judicial al respecto. Admitidas las numerosas denuncias llegadas desde distintas plataformas, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha decidido anular este año los cambios introducidos en el callejero de la capital por el gobierno municipal de Manuela Carmena, con lo que las calles antes dedicadas a Millán Astray o la División Azul recuperan a sus titulares. Singularmente espinosa resulta para Málaga la obligación de imponer a la calle Sinaia su anterior nombre, Crucero Baleares, el buque que contribuyó al criminal bombardeo de Málaga en febrero de 1937 y a la consiguiente desbandá. En 2008, en una polémica sentencia, la Audiencia Nacional consideró que no hay delito en mantener nombres de etarras en diversas calles del País Vasco. Y todavía en 2019 instaló el Ayuntamiento de Bilbao una placa en memoria del etarra Ritxi en una plaza del barrio de Satutxu, en lo que el grupo municipal del PP consideró una "tónica habitual". En Málaga, ha sido el grupo municipal socialista el que ha recriminado al alcalde Almeida la vuelta del Crucero Baleares al callejero madrileño, mientras Francisco de la Torre guarda un (suponemos) incómodo silencio. Lo cierto es que poner nombres (o mantenerlos) en las calles que puedan incomodar, ofender y dañar a no pocas personas con razones no precisamente pequeñas es sencillo y barato gracias, ay, a un amparo legal digno de una profunda revisión.

Del mismo modo, habría que tener en consideración la facilidad con la que plataformas y asociaciones de más que dudosas convicciones democráticas, ya sean de la izquierda abertzale o de la extrema derecha, imponen sus criterios vía sentencia en un ecosistema tan delicado como el espacio público. Es cierto que hablamos de decisiones tomadas en los tribunales, pero, dado que sus promotores no parecen esgrimir motivos conciliadores, no estaría de más que nuestros representantes legítimos, los que sí se deben a los criterios democráticos, se manifestaran de manera más contundente y clara ante tales abusos. No basta con presentar un recurso que de entrada se sabe desestimado, sino de poner en marcha los mecanismos políticos, que los hay, para limpiar los callejeros de agresiones de toda índole y ganar ciudades y pueblos en los que todos los ciudadanos puedan sentirse cómodos. Porque, a día de hoy, este derecho está pisoteado. Y esta cuenta puede terminar saliendo cara.

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