Recuerdo que, cuando empecé a verla, en alguna temporada que no era la primera, la serie no llegó a engancharme. No veía más que las desventuras de tres al cuarto de gente muy guapa, muy bien puesta, muy neoyorquina, que nada tenía que ver con la mayoría de la gente ni con lo que yo creía que era la calle. Además, pillé algunos de los consabidos chistes humillantes, de ésos en los que gordos y homosexuales salen mal parados, y tampoco me hicieron especial gracia (en esto el tiempo vino a darme la razón, aunque para entonces mi opinión era ya, digamos, bastante más flexible). Finalmente me puse a ello con más atención y sí, claro, caí rendido ante la genialidad de los guiones (la infalible escuela de Robert McKee), los gags impagables y la evolución de los personajes. Todavía hoy, en las reposiciones que nos llegan en bucle, como si nunca hubiera suficientes veces para un mismo episodio, caen un par de capítulos de vez en cuando a la hora de la siesta. Veo ahora las fotos de la reunión de los protagonistas, lo bien que se conservan, lo jovencitos que siguen pareciendo aunque ya ninguno de ellos cumple los 50 y me pregunto, no obstante, qué hemos hecho para merecer esto. No bastó con resucitar Karate Kid mediante otra serie con los mismos protagonistas (ellos sí, ya en la inevitable decadencia contraria a los chavalitos que fueron en los ochenta), sino que ahora se nos devuelven los noventa con semejante lozanía, como si no hubiera pasado nada desde entonces, como si hubiéramos vivido congelados todo este tiempo, con la calle Larios abierta al tráfico y el Paseo del Parque lleno de yonquis y de patos hambrientos. Sucede que uno, maldita sea, no se ha conservado tan bien, como si el tiempo hubiera decidido cebarse con los incautos ajenos al mainstream de manera tan injusta. Pero al verlos allí, sentados en el sofá, recreando algunas de las escenas legendarias de la serie como para dar a entender que no han salido de aquel plató desde entonces, presumiendo de la misma intachable camaradería, pensé en la posibilidad de que el mendrugo que era yo cuando empecé a ver la serie, allá por los noventa, recién caído de todos los guindos, volviera también, hola qué tal, metido igualmente en el mismo cuarto, con los mismos pelos y el mismo tipo, y dije no, señor: por ahí no paso. Ciertas cosas no deben volver jamás, empezando por uno mismo. Bastante tuvimos ya.

Casi llega a dar miedo el modo en que la nostalgia se ha adueñado de la industria del ocio. No ya con objetivos moralizantes, sino directamente vampíricos. Hay todo un sistema productivo empeñado en demostrarnos que antes éramos más guapos, más nobles, más fieles y más felices, seguramente porque nos conformábamos con menos; y, al mismo tiempo, la maquinaria estimula continuamente la ilusión de que el tiempo no ha pasado, de que estamos donde estábamos, en aquella infancia de pardillos: de que aquella magia, multiplicada y embellecida a diestro y siniestro por la lógica traidora del recuerdo, está al alcance de la mano. Será que uno va para viejo y no la tiene todas consigo, pero no dejo de ver en esta nostalgia una invitación directa al empequeñicimiento, a la renuncia al desarrollo, a la asunción de la miseria como conexión con un pasado de ensueño. Nunca tuvo tan mala prensa la idea de romper, de desligarse para crecer, de deshacerse de lo viejo para abrazar lo nuevo, pero ya sabemos que ni San Pablo ni Nietzsche están de moda. Y, al cabo, hace frío fuera del Central Perk.

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