‘Kyaneos’

Los griegos antiguos sentirían el mismo asombro que nosotros al ver huracanes devastar el Mediterráneo

Un camarero que me sirvió hace poco un vermú frente al embalse de Eugi tenía una extraña palabra tatuada en el antebrazo, junto a un velero: kyaneos. Google me dijo que así llamaban los griegos al color del mar. Y lo más curioso de todo esto es que kyaneos, que es de donde viene cian, designaba el color del vino oscuro. Creo que había oído o leído este dato en algún sitio antes de que el azar, frente al agua azulísima, me lo recordara: los griegos, rodeados de azul, navegantes del azul, hijos y dueños del azul, no conocían el azul, nuestro azul.

Tal vez Homero, el orador en cuyas obras más tarde alguien o él mismo dejaron escrita esta palabra, habitó un mundo en el que, por raro que nos parezca, el mar tuviera el color de un merlot. Es chocante y divertido pensar que, como en ciertos cuadros del primer Matisse, todo tenga un color distinto del que nuestros ojos se empeñan en confiarnos, y que asomados a la costa en Sanlúcar o en Chipiona las olas, de color dorado, rompan en realidad entre espumas y nubes de moscatel y amontillado.

Hay una ruptura entre los tiempos que tratamos de salvar. Los griegos antiguos sentirían el mismo asombro que nosotros al ver huracanes devastar el Mediterráneo, y al ver también que hemos tenido que inventar, con rudimentarias vendas y material de desecho, una nueva palabra para fijar esta inaprehensible manifestación de la naturaleza: medicanes. Huracanes del Mediterráneo, una palabra feísima que en realidad suena a médicos y a mexicanos y a perros.

Y aunque la realidad pareciera permanecer, también necesitaríamos nuevas palabras o imágenes o expectativas si estudiáramos el pasado. En su libro Otros mundos, dedicado a reconstruir la vida en la Tierra en un fascinante viaje al pasado más remoto, Thomas Halliday nos cuenta que hace millones de años el Mediterráneo estaba seco. Europa y África aún no se habían distanciado, y Sicilia, si no recuerdo mal de mi lectura, era el pico más alto de esa inmensa cuenca seca que nadie podría imaginar llena de agua y de peces, de pecios y náufragos.

Todo cambia y no sabemos verlo en el momento, como no sabemos percibir los mínimos cambios que día a día nos convierten en nuestros padres. Acaso nos vendrían bien sueños más largos, el tiempo suficiente para adaptarnos a la vida y a sus caprichosos tatuajes, y abrir nuestros ojos a una luz viejísima, vestida con nuevos nombres, como una diosa fenicia, siempre en asombro, siempre conscientes de habitar un enorme y profundo e irrepetible enigma.

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