Mosca amiga

Los pasos más grandes los damos cuando somos más pequeños, y los gestos más triviales pueden ser los más graves

En el último tren que cogí tuve la mala suerte de compartir asiento con una mosca. Me anduvo rondando una hora y pico, el tiempo que me llevó ir de Madrid a Zamora. La intenté ahuyentar sin suerte, porque el bicho parecía haber encontrado en mi regazo o en los pliegues de mi cazadora un tesoro inaudito que debía guardar, como un centinela alado. Doy por hecho que entró en el tren en Chamartín, y doy también por hecho que en Zamora, al ver abrirse las puertas del vagón, salió volando al aire fresco. O tal vez se fue porque yo me fui, y ahora, sin que ella lo sepa, su mundo ha cambiado por mí.

Este banal episodio me recordó a Camus. También su mundo cambió por alguien. Cada poco aparece en redes o en libros el mismo texto, una carta de agradecimiento a Louis Germain, profesor suyo en primaria, que el filósofo francoargelino escribió poco después de ganar el premio Nobel. Dice Camus que en ese momento de triunfo se acordó de su madre y de su maestro, porque fue él quien, entreviendo un porvenir distinto, impulsó sus estudios y lo hizo ser quien llegó a ser.

En sus palabras de aliento al niño pobre se contienen las palabras de sus obras. Es así: las manos de los padres y de los maestros, buenos o malos, cruzan los espacios y los años, y podemos ver su sombra o su huella a nuestra espalda si nos damos la vuelta. En cierto modo intuyen nuestro futuro, porque lo construyen. Son nuestros fantasmas, nuestros ángeles de la guarda, nuestros profetas.

Germain vivió para leer la carta de su alumno y contestarle, diciéndole que para el buen pedagogo “una respuesta, un gesto, una mirada, son ampliamente reveladores”. Nuestros maestros moldean nuestro destino, porque este está en nuestros inicios. Los pasos más grandes los damos cuando somos más pequeños, y los gestos más triviales pueden ser los más graves. Hay en los comienzos misterios y paradojas que se van desanudando con el tiempo. El largo y poderoso Danubio, como cuenta Claudio Magris, tiene fuentes esquivas. Por seguir con los ejemplos, Séneca no pudo nunca reconducir a Nerón, y lo imagino, antes de suicidarse, preguntándose amargamente por qué este no pudo ser Alejandro, ni él mismo Aristóteles.

Todos viajamos, inconscientes, a hombros de otros, y ellos nos llevan más lejos de lo que habríamos podido viajar, o al menos lo intentan. Por eso yo, que a nadie instruyo, pienso en mi mosca fiel y en su búsqueda incesante. En qué ángulos oscuros se posará melancólica, qué dibujos trazará en el aire nuevo. Sólo espero que un día, al concluir su breve vida, piense en lo vivido y se acuerde de mí, que la vi llegar tan lejos, y que entre las últimas luces intuya, sonriendo, mi rostro en el suyo.

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