El lienzo roto

Me siento cercano a las palabras de Faulkner: “El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado”

Desde pequeño, de vez en cuando, me paro a pensar que todo está ocurriendo ahora. Quiero decir que, mientras escribo esto, todo el mundo está haciendo algo o no haciendo nada, que es también hacer. Si uno decide rizar con tiento el rizo de la cuestión, verá que para que usted lea esto yo ya tendré que haber abandonado la escritura de este artículo, y de ese modo nuestros presentes, como líneas paralelas que jamás se encuentran, de algún modo lo hacen, pese a todo, en estas palabras, en este momento. Así que todos estamos haciendo algo ahora, pero ayer también. Y más tarde, si algo de lo que he dicho le ha hecho dudar o cavilar, habrá un futuro en el que ni yo escribiré ni usted leerá, pero ambos estaremos dialogando, ausentes, compartiendo sin vernos nuestras ideas, nuestra memoria. El lector nunca está solo.

Cuentan que un cuadro de Manet, La ejecución del emperador Maximiliano, estaba repartido en trozos por el mundo porque así lo decidieron sus herederos. Degas, rival y amigo de Manet, y tan dado a torcer los encuadres en sus obras, trató en este caso de enderezar la realidad revuelta: buscó los recortes del cuadro mutilado, los recompuso, y formó así uno nuevo, sembrado de cicatrices, en el que intuyo que no sólo resanó las heridas del lienzo, sino de una amistad no exenta de amarguras.

Pienso en esta búsqueda y reconstrucción porque todo nace a cada momento, y de este modo hay retazos de tiempo escondidos que nos salen al paso, sin esperarlos, como si una mano amiga nos los fuera trayendo de oscuras latitudes, cargados de augurios. Como si, sin saberlo, alguien o algo nos hubiera disgregado. En sus Confesiones, San Agustín escribió aquello de que no hay forma de definir el tiempo, la dimensión más esquiva. Decía que ni pasado ni futuro existen, porque uno ya no es y el otro aún no ha llegado. Pero yo me siento más cercano a las palabras de Faulkner: “El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado”. Así que esos pedazos de tiempo, esas historias y dolores dormidos que no se han ido, nos tocan y nos rehacen, porque nosotros también somos obras en construcción y cada momento habita en cada momento.

Y así podemos seguir el hilo sugerido al principio. Todo cambia y permanece: las ciudades, las cosechas, los amores. En mis padres, en mis dos abuelas, que aún viven, descansa un mundo al que jamás, por más que usen las palabras, tendré acceso. Y entiendo que debe ser así, igual que no puede haber música sin silencio ni fe sin misterio. En todos nosotros avanza en silencio un río, humano y grave, del que apenas intuimos su curso pero que nos arrastra y nos da forma y sentido. Ahora. Ahora. Ahora.

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