Rabos: el musical | Crítica

Un delirio festivo y subversivo

Josh Sharp, Bowen Yang y Aaron Jackson en una imagen de 'Rabos: el musical'.

Josh Sharp, Bowen Yang y Aaron Jackson en una imagen de 'Rabos: el musical'.

Sí, A24 también se lanza a producir comedia musical gay, aunque la etiqueta de nicho tal vez le venga corta a este producto abiertamente festivo en su superficie y decididamente subversivo y político en su fondo que abraza lo grosero, lo procaz, lo provocador, lo sacrílego y lo irreverente como manera orgullosa de estar en el show business que remite tanto a John Waters como a esos musicales del off Broadway que han leído en clave queer y con sorna los códigos y estereotipos del género.

De hecho, Rabos: el musical procede de un espectáculo teatral de Aaron Jackson y Josh Sharp, autores también de la adaptación al cine y protagonistas con peluca de un enredo edípico-freudiano en el que dos hermanos gemelos reencontrados deciden reunir a sus excéntricos padres, interpretados por unos Nathan Lane y Megan Mullally en modo desaforado, para re-fundar una extraña familia disfuncional que espejea en el subsuelo de los monstruos para deconstruirse en el reconocimiento de la diversidad más desbordada, incorrecta e iconoclasta.

No es extraño que sea Larry Charles, director y cómplice habitual de las aventuras de Borat y Sacha Baron Cohen, el encargado de coordinar el material original y diseñar una puesta en escena autorreflexiva donde brillan las estupendas canciones originales, pegadizas y bailables sin remedio, y unas coreografías de aire naif que también funcionan dentro de la propia autoconciencia del artificio sacado de un underground pop, colorista y camp.

Les ahorro spoilers, pero atentos a la vagina voladora, a las hilarantes letras de algunas canciones y también a ese dios gay de brilli-brilli predicando ante una de esas escandalizadas audiencias trumpistas que ni siquiera hace falta convertir en caricatura.