Falstaff o el arte para hacer preferir la vida
El diario de Próspero | Teatro
Vaso Roto publica ‘Falstaff: Lo mío es lo vida’, exégesis crepuscular y sentimental de la genial creación de Shakespeare a manos de Harold Bloom con traducción del inefable Ángel-Luis Pujante
Málaga/Nada más entrar en la Cabeza del Jabalí, Falstaff pide una canaria al tabernero, quien le pregunta si la quiere con dos huevos. Y Falstaff, escrupuloso, responde: “Neto. No quiero esperma de gallo en mi bebida”. La escena de Las alegres comadres de Windsor (sigo la traducción de Jaime Clark) asienta a un nivel lingüístico lo que Harold Bloom (1930-2019) supo expresar como nadie: “Si Hamlet es el embajador de la muerte, Falstaff es la embajada de la vida”. Asistimos al mismo ingenio, la misma portentosa inteligencia, la eclosión de un talento proyectado siempre dos estadios más allá, al servicio de dos propósitos bien distintos, aunque inevitablemente ligados con calidad especulativa. Bloom ya había dado cuenta de esta naturaleza en su monumental exégesis shakespeareana, La invención de lo humano, que prolongó nada menos que con cinco libros escritos en sus dos últimos años de vida dedicados a otros tantos personajes del Bardo: Falstaff, Cleopatra, Yago, Macbeth y Lear. Tan titánica empresa constituye un testamento intelectual de raro parangón en la historia de la cultura pero, más aún, destila un auténtico viaje de vuelta al padre, de definitivo ajuste de cuentas. Justo cuando se decretaba el estado de alarma por la epidemia del coronavirus, la editorial Vaso Roto publicaba Falstaff: Give me life de Bloom con el título Falstaff: Lo mío es la vida y la traducción del, digámoslo sin medias tintas, mayor aliado de Shakespeare en lengua española en el último siglo, Ángel-Luis Pujante. Ahora que las librerías vuelven a estar abiertas, tan hermoso volumen merece todas las atenciones. Pero no vamos a hablar aquí únicamente de lectura.
Para ser honestos, Bloom deploraba que Shakespeare hubiera accedido a escribir Las alegres comadres de Windsor en 1597 tras el éxito popular que alcanzó Falstaff con la primera parte de Enrique IV el año anterior. El neoyorquino se resistió hasta el fin de sus días a ver a su admirado vitalista, verdadero Sócrates venido al mundo en la Inglaterra de Chaucer, sometido a merced del ingenio femenino y aturdido por las chanzas de Eros (“Contar los defectos de Falstaff es trivial”, afirma en Give me life), por más que esta desacralización a mayor gloria de la mujer como expresión de la superior virtud encaje como un guante en la poética del inglés. Como pensador gnóstico y cabalístico, Bloom veía en Falstaff un modelo de perfección para este mundo, corrupto y de mala calidad: “¿Cuál es la esencia del falstaffismo? Mi difunto amigo y compañero de copas Anthony Burgess me dijo que era la libertad respecto al Estado (...) Para mí, la esencia del falstaffismo era: no moralices”. En una singular inflexión que anticipa a Nietzsche, en Falstaff la moral es igual a la muerte. Para dar cuenta de la grandeza de Shakespeare, cabe recordar la afirmación que Kurt Vonnegut pone en su alter ego Kilgore Trout: si tomamos en peso la historia del arte desde sus inicios, la única lección que podemos extraer es que la vida es una mierda, “pero el arte debería hacer preferir la vida”. Vonnegut señala a The Beatles como feliz excepción, pero lo cierto es que mucho antes Falstaff alumbró un arte donde la vida se da sin remedos ni artificios. Si el arte de Próspero (quien se refiere a su magia como arte) en La tempestad es evocación y sueño, el de Falstaff se desprende de cualquier mediación. Se da.
La sentencia de Vonnegut también invita a reflexionar sobre el éxito de Hamlet como arquetipo teatral y la escasa fortuna de Falstaff en la materia. Sí, Harold Bloom consideraba las representaciones teatrales de Shakespeare como poco menos que traiciones a su obra, pero de cualquier forma Shakespeare lo alumbró para la escena, no para la disquisición filosófica. Las mayores encarnaciones de Falstaff se han dado en modos colindantes con lo teatral, como en Verdi, que clava al personaje como un dardo en el corazón del Romanticismo justo mientras Nietzsche se saca de la manga al Superhombre; o como en Orson Welles, que en Campanadas a medianoche termina de hacer la mayor de las justicias al sabio hedonista. De manera que hay aquí un reto que el viejo arte dramático debería asumir, incluso, para garantizar su supervivencia: la posibilidad de adaptar a la limitada experiencia de la performance teatral el vitalismo desmedido, exento de complejos y libre de ataduras de Falstaff. Sin olvidar, ay, la agria convicción servida en bandeja en Enrique V de que tampoco el humanismo será posible. Si para Aristóteles el teatro debe representar la vida, aquí está la vida entera. A por ella.
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