Crónicas cartujas (del Cartojal)
Feria de Málaga
Tras el inicio a medio gas del jueves, la Feria contó sus primeros llenos en un viernes dado a los contrastes más o menos deseables, sobre todo en el centro
La Feria, al menos como tal, tiene lugar de puertas adentro
Málaga/Digámoslo rápido: la Feria de Málaga es el lugar idóneo para emprenderla a ladrillazos contra cualquier cosa que parezca una estelada. O una toalla de Doraemon, o un contador del consumo eléctrico, o lo que a uno se le antoje. La idoneidad tiene que ver, aclaro, con el sentido de la oportunidad: la Feria del Centro es también ese aquelarre en el que ya en la primera mañana aparecen cubiertos de vómitos, orines y demás restos orgánicos buena parte de los portales de Madre de Dios, Montaño, Dos Aceras y Parras. Y luego está la iglesia de Santiago, verdadero caso aparte, que refuerza estos días su particular decadencia ante las agresiones de unos y la indiferencia de otros, aunque al menos ahora ya se puede ver lo bonito que ha quedado el nuevo hotel justo enfrente. Es decir, si se trata de hacer el cafre con relativa impunidad, éste es el contexto más favorable. Ya se sabe que el alcohol y el fundamentalismo político son aliados indeseables, pero también lo es que, en la Feria del Centro, el 90% de la afluencia acude con el objetivo prístino y unitario de coger un buen ciego. Lo cual es muy respetable, claro; el problema es la ausencia de alternativas para que podamos seguir llamando a esto Feria de Málaga. Este extraño jueves de segunda jornada de Feria, mientras la sede de la Hermandad del Rocío contenía todo su sano ambiente de fiesta en la calle Madre de Dios, con sevillanas y oles, con Cartojal y platos de Jamón, en San Juan de Letrán, al ladito, un guiri pelirrojo que no debía haber cumplido los cuarenta, entusiasta y desvergonzado, descamisado y demasiado puesto, caía en redondo ante las carcajadas de sus compañeros de fatigas. A eso de las cuatro de la tarde, era en el interior de las casetas, peñas y cofradías donde con más naturalidad latía la Feria de Málaga, mientras que en la calle olía ya a agrio y se amontonaban las bolsas y los vidrios rotos. A estas alturas, la Feria del Centro tiene lugar de puertas adentro; lo que sucede en las aceras, sin embargo, es un botellón descomunal, multicultural y muy barato, al que podemos seguir llamando Feria, pero igual ya no lo es. Y, bueno, si al botellón le añades lo justo de intolerancia servida en crudo, lo más fácil es que alguien acuda al ladrillazo. Por cierto, esta tendencia ofrece una bonita respuesta a quienes presumen de una Feria abierta en Málaga, al contrario que en otras ciudades donde se opta por modelos más reservados. Cuando lo que abres es esto, igual merece la pena afiliarse a alguna organización para tener una Feria en paz.
Tras el comienzo a medio gas del jueves, la Feria del Centro llenó sus calles el viernes con mucha mayor determinación. En las calles se mezclaban los apóstoles de la cogorza y los visitantes recién llegados desde diversos confines que arrastraban sus maletas en dirección al apartamento turístico de turno con tal de prenderle fuego al fin de semana. Decididamente, el Ayuntamiento ha metido mano sin reservas al desastre que venía siendo la Plaza de Uncibay mediante la acotación de un área reservada exclusivamente al baile por sevillanas, megafonía incluida. Y sí, la actuación ha dado buenos resultados, al menos hasta las 19:00, cuando tras la prohibición de la música el botellón vuelve a inundarlo todo. Lo malo es que, como pasa siempre, cuando se intenta preservar un área el desastre busca alternativas. Poco antes de las 20:00, el botellón estaba plantado en la mismísima calle Larios, que se quedó hecha unos zorros cuando el operativo de Limasa ya había cumplido su cometido. Poco antes confluían dos despedidas de soltero en la calle Granada: en una, los comulgantes, casi todos barbudos y ya talluditos, iban disfrazados de enfermeras tetonas; en la otra, los agraciados, bastante más inexpertos, lucían uniformados camisetas que rezaban el lema “Sólo folláis en pensar”. Uno de ellos, por cierto, se dedicaba a hacer malabares con unos cubitos de hielo y casi resbaló en el intento, lo que ya tenía mérito. A esta hora, lo más fácil era quedarse con los pies pegados en el suelo, desde la Plaza de la Marina hasta Jerónimo Cuervo (donde, por cierto, el botellón nocturno ha vuelto a instalarse con la soltura de siempre), dada la densa capa de detritus acumulada. Si a algún científico le diera por estudiar el ciclo biológico del Cartojal en la Feria del centro, igual encontraba inesperadas cualidades parasitarias. En cualquier caso, el Cartojal, cual pantocrátor bizantino, contiene el alfa y omega de la Feria en todas sus hechuras. En su consumo empieza y acaba todo, también cuando menos se le espera. En Alcazabilla, una señora de cardado exquisito, blusa estampada y depurado acento alcalaíno, que avanzaba despacito del brazo de una amiga no menos distinguida, preguntaba a su cómplice, entre la curiosidad y la admiración: “Resulta que en Málaga hay un pueblo que se llama Cartaojal. ¿Tú sabes si el Cartojal tiene algo que ver?”.
Mientras tanto, adivinen cómo estaba al mediodía el Real de la Feria. Exacto: vacío como un pozo antiguo. Si en algún momento alguien planteó el Cortijo de Torres como una alternativa diurna, está claro que no hay nada que hacer al respecto. El centro sigue siendo el gran eje de la Feria, pero seguramente a costa de la propia Feria. Los conciertos en las plazas, con clásicos como Mr. Proper en la Plaza del Obispo y la Free Soul Band en la Plaza de la Flores, tremendos a la hora de marcar el ritmo de la fiesta, constituyen islas en las que la Feria alcanza su sentido pleno más allá de la embriaguez; sin embargo, la impresión general fuera de estos márgenes es la de una ciudad castigada, agotada y empujada al límite, cada vez durante más tiempo. De cualquier forma, no cabe rendirse: la charanga que colapsaba Calderería con su compás pegadizo se convertía en objetivo para decenas de teléfonos móviles ansiosos de recoger y compartir el momento, pero a ver quién se las apañaba para dar la vuelta por Mitjana y salir vivo en Santa Lucía. Para la noche, ya se sabe, había quien seguía teniendo cuerpo para echar el resto en la Explanada de la Juventud del Cortijo de Torres sin necesidad de una siesta, pero aquí el mayor sentido de la Feria lo prodigaban los más pequeños con sus carricoches y la ilusión recobrada. Eso sí, siempre cabía la opción de acercarse al concierto de Andy y Lucas. Y sacar una estelada así de grande si encarta.
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